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Occasus torporis (El Ocaso de la torpeza) - por Manule Roma

Si el indómito Océano, con cada golpe de ola nos narrase unas pocas historias de su lista, podríamos escuchar las mayores gestas acaecidas sobre sus lomos azules a cargo del ser humano. Pero tampoco dudaría en mostrarnos su arrepentimiento por no haber empujado a ciertas naves y a ciertos marineros arrogantes hacia sus entrañas abisales. Y un día decidiría condenar a muerte a todos aquellos que no tuvieran una honrosa razón para cruzar su espalda brillante y vigorosa.
El Occasus estaba fondeado frente a una playa, en un perfecto puerto natural donde el calado del barco entraba con suficiente margen. Syrio Sancho, capitán de la nave bajo las órdenes del emperador, observaba desde el puente. Se parecían sus marineros desdentados a una hilera de hormigas saliendo en fila de la espesura selvática. Cargaban todo tipo de riquezas, minerales, ropajes, extraños artilugios, comida y pequeños recipientes con líquido que depositaban en la playa para hacer el recuento y posteriormente cargar en las inmensas bodegas del barco.
Los pensamientos de Syrio se dirigían hacia el otro borde del océano, donde el emperador estaría impaciente por conocer las nuevas adquisiciones y le haría entrega de una propiedad por ser su último embarque. Un calor en la entrepierna le hizo recordar el burdel al que iría tras la visita a palacio, llevaba muchos meses en la mar y necesitaba desahogar los deseos más básicos. Pero otro vistazo a la selva frenó su juicio. Unas columnas de humo negro procedentes del interior y que apestaban a brea empezaban a ascender hacia el cielo despejado. Los soldados asignados a su barco para llevar a cabo la expedición estaban haciendo el trabajo sucio. Syrio oía de boca de los marineros que empezaban a introducir la mercancía el infierno que se estaba viviendo en ese verde paraíso. El humo, anunciaba pues, la devastación de otro pueblo y el silencio de la muerte causada para el disfrute de la corte imperial. En ese mismo instante algo golpeó el casco de la nave desde abajo e hizo estremecer cada junta y cada tablón chirriante. Fue tan grande el golpe, que Syrio, con el bello de punta, imaginó un animal mitológico sacudiéndoles. Todos los navegantes huyeron del barco, menos su capitán, que ordenó a los buceadores inspeccionar lo que pudieran bajo la nave. Él mismo comprobó el interior del casco, no parecía haber ningún daño estructural ni ninguna mercancía arrojada al suelo que pudiera haber producido tamaño golpe. Pero ¿qué sería?, la fuerza vino de abajo.
Cuando de nuevo salió a cubierta, todos los marineros le observaban serios desde la playa. Les hizo un gesto con los brazos mostrando su incomprensión.
– ¡Capitán, ha pasado un buen rato y aún no han salido los buceadores!- se desgañitaba el timonel.
Comenzó a mirar Syrio por babor y estribor, muy nervioso. No había nadie, pero cuando llegó a la proa pudo ver dos sombras con forma humana ascendiendo hacia la superficie. Eran los hombres que habían obedecido la orden del capitán, pero estaban muertos. El cuerpo de uno de ellos había emergido boca arriba, tenía el rostro inerte, con la boca y los ojos abiertos terroríficamente. El atávico escalofrío del miedo se apoderó del hombre que hubo de afrontar las inclemencias oceánicas con cientos de hombres bajo su mando.
– Cargad lo que quede, presto, ¡nos marchamos!- ordenaba Syrio desde el puente asustado sin transmitir su inquietud a los marineros.- ¡Teodoro!, ve y avisa a los soldados, hemos de partir, aquí está pasando algo raro. ¡Rápido!- dijo a su segundo confidencialmente.
Dudosos en tierra, retomaron el cargamento de la mercancía y Teodoro salió disparado hacia el interior de la selva en busca de los soldados. Pero cuando llegó al claro entre la espesura, en el que hasta hace unas horas vivían cientos de personas, vio el infierno. Con los ojos desorbitados y las caras llenas de sangre mancillaban los cuerpos sin vida. Todo lo que era verde ahora era rojo, y todo lo que había servido de cobijo ahora ardía. Las espadas seguían quebrando huesos y deshaciendo vidas, los soldados no habían tenido suficiente con el gran robo perpetrado aquel día. Avisó al superior y juntos emprendieron rápidamente el camino hacia el barco.
– Bien Teodoro, lanzad las pasarelas al agua, y que los remeros den el primer empujón mientras se inflan las velas.- comunicó su última orden Syrio.
Un enorme brazo de agua fulminando el barco fue lo último que vieron aquellas gentes movidas por las riquezas y la codicia del emperador.