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Los diamantes de la Golconda - por Dorothy

La muchacha se dejó caer en uno de los escalones. La señora acababa de marcharse y, ahora que nadie la vigilaba, necesitaba descansar aunque solo fuera un minuto. Baldosa a baldosa, llevaba años barriendo una y otra vez los mismos suelos. Quería marcharse de allí, olvidar las escobas y viajar…

Cerró los ojos.

Había un barco, sí. Un barco de velas blancas y cañones brillantes. Con sus grumetes y su mástil, alto y majestuoso. Ella era la capitana, por supuesto. Y surcaban los siete mares, sin detenerse más de lo necesario en tierra. Flotando sobre las olas azules.

—¡Mi capitana! ¡Mi capitana!

—¿Qué ocurre, contramaestre?

—¡Los diamantes, mi señora! ¡Los diamantes de la Golconda!

Ah, los diamantes de la India, uno de los muchos cargamentos que trasladaban de un lugar a otro por todo el mundo.

—¡Han desaparecido los diamantes, mi capitana!

Eso era, ciertamente, un problema. La capitana tenía que encontrar los diamantes si quería recuperar el dinero que había invertido en ellos. Además, no podía permitir que un asunto como ese enturbiara su magnífica reputación.

—¡Busquemos los diamantes, contramaestre!

—¡Sí, mi capitana!

Y todos en el barco se comenzaron la búsqueda de los brillantes. Tan pequeños como eran y tan valiosos…

—¡Ajá, un polizón! —La capitana había encontrado a un chicuelo escondido en la bodega. Los cabellos desgreñados y las mejillas sucias hacían de él un perfecto sospechoso.

—Disculpadme, señora. Yo no… Yo solo quería salir de mi casa, ver mundo… Vuestra fama ha llegado a mis oídos y yo… Quería pediros que me admitierais en vuestra tripulación, señora. Pero pensé que no querríais escucharme si me presentaba ante vos con las manos vacías…

La capitana entrecerró los ojos, esperando a que el muchacho continuara.

—¿Y bien?

El jovenzuelo extendió el brazo y, en efecto, allí estaban los diamantes, escondidos en aquellas manos callosas de uñas negras.
Ante la poderosa mirada de la capitana, el chicuelo se encogió sobre sí mismo, aguardando el triste final que, sin duda, aquella mujer tan sabia tendría a bien darle.

Para su sorpresa, ella sonrió.

—Devuelve esos brillantes, muchacho. No vale la pena que te ensucies las manos con ellos. Son hermosos, sí, pero nada más que eso. De modo que quieres unirte a nosotros, ¿eh, pillo? Vamos, ven conmigo. Te enseñaré este barco, y comprenderás lo que es valioso de verdad.

Y la capitana tomó al muchacho de la mano y lo acompañó por todo el barco, mostrándole cada rincón, explicándole las mil y una aventuras que habían vivido ella y su tripulación. Y le preguntó su nombre, y lo admitió entre ellos, porque la capitana tenía buen corazón y sabía que había que ayudar a los más pobres, porque ellos no tienen la culpa de haber nacido como son.

De repente, la joven escuchó el runrún de la llave girando dentro de la cerradura. ¿Cuánto tiempo había pasado soñando despierta? Se levantó de un salto, nerviosa. Si la señora ya había vuelto, significaba que ella había perdido demasiado tiempo y que iría terriblemente retrasada en sus tareas.

¿Por qué la vida real no puede ser como los sueños?