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El joven y el mar - por Emmeline Punkhurst

Badlands suena de fondo. El temporal no alcanza fuerza nueve pero el cementero se mueve con el agresivo vaivén de un mar enfurecido. Sergio, primer jefe de máquinas, se relaja en su camarote a la espera de bajar a realizar su turno. Son las 3:30 de la mañana y, a pesar de la costumbre, su estómago envía mensajes de mareo al ritmo de los movimientos del mar de fondo. Sabe que cuando el balanceo agita al barco de proa a popa el cuerpo sufre más que cuando es de babor a estribor.
Alguien corre por el pasillo contiguo y altera su letargo. “¡Joder! Mira que les he dicho mil veces que en un barco no se puede andar así”. Abre la puerta de su camarote dispuesto a descargar su ira. Mira hacia la derecha, hacia la izquierda. Ni un alma.
Cierra y se pone el mono de trabajo y las botas de seguridad. Se coloca los cascos antirruido y busca el reloj de su padre. Abre el primer cajón del escritorio quitando cuidadosamente la cincha que le protege de aperturas bruscas. El reloj no está.
Sergio es extremadamente cuidadoso, casi de manera obsesiva, por lo que empieza a preocuparse. El reloj de su padre es muy importante para él. Le recuerda que debe aguantar seis meses seguidos de embarque lejos de su casa y de su madre. Le recuerda que no se debe parecer a esa figura paterna ausente, aunque en ocasiones se asemeje más de lo que él quisiera.
Enfurecido, recuerda que la tarde pasada Julián, el engrasador de su turno, estuvo allí charlando. Con energía apenas contenida, cierra de un portazo la puerta del camarote tras de sí con el riesgo de despertar al resto de la tripulación y encamina sus pasos a la sala de máquinas. Baja la escaleras ágilmente y atraviesa enrevesadas estructuras de hierro y sonidos de alarmas con un único objetivo en la cabeza: eliminar del radar a Julián.
Lo que vosotros, lectores, no sabéis de esta historia es que Sergio, ese aparentemente chico modelo, adora el mar por un motivo: el agua rabiosa engulle los cuerpos que allí se depositan y no los devuelve a su legítimo lugar hasta que los ha desfigurado y despojado de toda identidad.
Retomando el tema, Julián espera en la sala a que Sergio llegue. Ha bajado una revista porque las guardias pueden llegar a ser tediosas en algunos momentos. Aguarda sin saber que un monstruo se le acerca por la espalda para dar una estocada final a su breve existencia.
Sergio se aproxima a Julián. Éste nota un ruido diferente entre tanto estruendoso motor y se da la vuelta.
“¡Mierda!” – piensa Sergio. No hay nada que soporte menos que el que sus víctimas le miren directamente a los ojos. Le hace sentir débil y vulnerable. Pospone su plan…
Transcurren las ocho horas de turno sin incidentes. Sergio y Julián charlan amigablemente. Cuando terminan su guardia ambos acuerdan dirigirse a cubierta a fumar y tomar el aire. Ambos saben que aquel estilo de vida acaba provocando muchas veces un insomnio galopante. El mar está más calmado aunque el suelo está recién baldeado, por lo que es igualmente difícil transitar por allí.
Sergio y Julián se dirigen a un extremo del barco. Les perdemos la vista y, de repente, se escucha un golpe sordo y un peso muerto cayendo al mar. Cuando al fin dirigimos nuestra vista hacia su rincón privado sólo divisamos a Sergio, que está sacando un grasiento trapo de su bolsillo para limpiar las salpicaduras de sangre que Julián ha dejado. Las elimina con energía y, cuando su mano se desliza nuevamente dentro del bolsillo, choca con un objeto duro. Lo extrae y lo contempla, absorto. El reloj de su padre lo mira burlonamente. Su memoria le traslada al momento previo a la marcha de éste:
“Este chaval no es normal, María. Cada vez que me mira me dan escalofríos”
“Vete, Pedro. Sergio es mi hijo y es como todos los chavales de su edad. No pongas excusas. Estaremos mejor sin ti. ¡Lárgate!”
Sergio regresa al presente. Tiene que volver a su camarote o el resto sospechará cuando se den cuenta de la ausencia de Julián. Además, hace frío y tiene que pensar… dilucidar quién ha sido el cabrón que ha escondido el reloj en el bolsillo. Empezará interrogando a Gutiérrez, y luego a Armando, a López… a todos les llegará su hora. Él mismo marcará el rumbo del barco, por primera vez en su vida.