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Ain't No River Wide Enough - por Eloyzinho

Las tranquilas aguas del Aqueronte lamían la orilla. A unos metros, las tierras que bordeaban el río de la aflicción se hallaban tomadas por cientos de almas. De entre todas ellas, dos destacaban sobre el resto. Una había sido un hombre; la otra, una mujer. Habían dejado atrás casi todo: los bienes, los pecados, la vida. Ella estaba asustada. Sus ojos difícilmente eran capaces de captar toda la miseria de aquel escenario. Los muertos deambulaban temerosos con la mirada perdida en el infinito, y los harapos grises y polvorientos no alcanzaban a cubrir sus raquíticas figuras. Las ruinas de un destartalado embarcadero se adentraban unos metros en el temible río antes de hundirse en sus tenebrosas profundidades. La mujer cerró los ojos con fuerza para intentar eliminar de su mente toda aquella desolación. La voz del hombre la sobresaltó:

-Abre los ojos.

Obedeció temblorosa. Todo a su alrededor seguía igual, salvo por un minúsculo punto en la lejanía.

-Mírame -dijo él con voz urgente-. Es importante que me prestes atención. ¿Recuerdas cómo has llegado aquí?

La mujer trató de concentrarse y finalmente negó nerviosa con la cabeza. Él dijo:

-Estabas enferma. Llevábamos tres días huyendo a través del desierto. Hacía tiempo que te había dado la última gota de agua y apenas te quedaban fuerzas para respirar. Nos detuvimos al anochecer, cavé con mis manos un agujero, te acosté allí, te besé y te di un poco de cicuta. Se la había robado al médico que te había examinado en el último poblado.

Ella se estremeció. La mota en el horizonte había aumentado. Se trataba de una barca. El hombre continuó:

-Después introduje una moneda bajo tu lengua y te cubrí con tierra. Al amanecer me incorporé y apuré lo que quedaba del veneno.

La barca se aproximaba. La mujer balbuceó algo. Él la atajó:

-Abre la boca.

Así lo hizo y él, cual mago, extrajo de ella una moneda. La mujer habló:

-¿Estamos…estamos muertos?

-Lo siento -susurró el hombre acariciándole la mejilla.

Ella le miró con cariño y le besó. Con una débil sonrisa, dijo:

-Gracias por haber cuidado de mí.

De pie en la barca se encontraba una figura delgada, encorvada, de descuidada barba, que remaba con gestos pausados pero precisos, conduciendo inexorablemente la lenta nave hacia la orilla. La multitud se arremolinó inquieta junto al muelle para recibir al barquero, cuyos ojos centelleaban de odio mientras lanzaba miradas amenazantes a la gente obesa.

-Toma tu moneda -dijo él-. Con ella podrás cruzar el río.

Ella la cogió, le pagó insegura al barquero y subió al bote. Al girarse para reunirse con su amado, vio que éste aún permanecía en tierra. El miedo asomó a su pálida cara.

-¿Y la tuya?

El hombre prosiguió avanzando sobre los tablones quebrados hasta que el fiero Caronte le detuvo con su largo remo y empujó la barca por el río de la tristeza.

-Sólo tenía un óbolo. Es el que puse en tu boca al enterrarte. Es el que acabas de usar. Yo no puedo acompañarte.

-¡No! ¡No pienso abandonarte en este sitio tan horrible! -sollozó ella mientras su frágil figura se agitaba en el bote-. ¡Detente, por favor! -suplicó al impasible barquero-. ¡No me iré sin él!

Su amado contempló de forma borrosa cómo se alejaba la barca.

-No te preocupes, cariño, está bien. Pronto volveremos a estar juntos -consiguió pronunciar él sin que se le quebrase la voz-. Hasta pronto, amor.

No sabría decir si fue por cansancio o por regalarles unos instantes más, pero habría jurado que el poderoso Caronte remaba ligeramente más despacio. Concluyó que, dada su irascibilidad, era más probable que se tratase de lo primero.

-Hasta pronto, amor -murmuró.

La barca menguó hasta desaparecer en el horizonte. El hombre siguió allí plantado un tiempo.

Las tranquilas aguas del Aqueronte lamían la orilla. A unos metros, las tierras que bordeaban el río de la aflicción se hallaban tomadas por cientos de almas. De entre todas ellas, una destacaba sobre el resto. Había sido un hombre. Había dejado atrás casi todo: los bienes, los pecados, la vida. Casi todo, sí, pero no todo. Y así se dispuso a esperar pacientemente los cien años que faltaban para reunirse de nuevo con su amada. Cien años. Ésa era la penitencia para quienes no podían pagar el pasaje. Sin embargo, a pesar de toda la miseria que le rodeaba, parecía feliz porque ¿qué eran cien años comparados con la eternidad? Sólo cien años. Y, después, ya nunca más se separarían.