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Espectro de culpa - por Keeper Tom

Espectro de culpa.

El primer golpe fue lejano. El segundo le devolvió a una consciencia cercana, pero oscura. El tercero fue el primero que se dejó sentir doloroso. Movió una mano, sin fuerzas, hasta su frente. El graznido de la gaviota al emprender el vuelo le hizo separar los párpados. El mundo era un borrón extremadamente luminoso. Se frotó los ojos con el antebrazo, después con los dedos índice y pulgar. La vista y el oído regresaron al unísono. Miró a su alrededor, y el alma se le calló a los pies; deseó no haber despertado.

El omnipresente mar seguía allí. Las mansas corrientes mecían la balsa de goma naranja con suavidad, y el sol le regalaba destellos dorados al agua. Una panorámica de postal, pero no en su situación. Miró hacia arriba al escuchar el coro de gaviotas. Aquellos malditos pajarracos lo sobrevolaban como buitres hambrientos, otros descansaban sobre el agua, con sus pequeños ojos fijos en él. Una furia demasiado primaria como para controlarla se apoderó de él. Intentó ponerse en pie sobre el suelo de caucho, pero quedó en eso, en un intento. Sus fuerzas eran escasas, así que sus piernas, debilitadas por la falta de alimento e hidratación, no fueron capaces de sostenerlo sobre aquella inestable superficie. Cayó impotente, llorando de rabia y dolor. Se tumbó de costado, hecho un ovillo; el estómago le ardía. Un momento después, cuando consiguió calmarse, vio la tela naranja que un par de días atrás techó la embarcación. Se abalanzó hacia ella. La cogió, pegó la espalda al borde de la embarcación y se cubrió con ella. Sonrió al tiempo que suspiraba aliviado. Bajo ella hacía calor, demasiado, pero al menos su reseca piel no tendría que volver a vérselas con el sol, ni su vista con las ávidas gaviotas.

Bochorno soporífero. No tardó demasiado en sobrevenirle un sopor demasiado cercano al sueño como para evitar que los parpados se le juntasen. Cuando dio la primera cabezada se sobresaltó, consiguiendo desperezarse ligeramente. Aunque poder mantenerse despierto era vana ilusión. Poco después le sobrevino la segunda, a ésta la tercera y la cuarta lo sumió en un profundo sueño.
Era un silbido lejano que lo fue trayendo lentamente a la consciencia. Cuando sus sentidos estuvieron lo suficiente activos, reconoció la melodía y se despertó dando un respingo. El corazón se le iba a salir del pecho, su cuerpo quedó paralizado y los ojos se le desencajaron. Seguía cubierto por la tela, esa circunstancia le tranquilizó un poco, pero el silbido seguía allí. Una musiquilla tranquila y jovial, pero que en él producía una sensación de profundo desconsuelo y culpa. Se sujetó las sienes con ambas manos, hiperventilaba. Lloró, gimió y rezó. Aunque nunca se había considerado un creyente, en aquel momento, se aferró a la fe de sus padres. No funcionó, sus súplicas no fueron escuchadas, la melodía seguía allí y no parecía estar dispuesta a marcharse. No podía hacer otra cosa que enfrentarla.
De un manotazo se descubrió, apretando el gesto en una mueca de falsa seguridad. Tragó saliva al verla. Sentada frente a él estaba ella, aquella mujer desnuda, de abundante anatomía, larga melena fosca y de sonrisa enfermiza, que lo miraba fijamente; con unos enormes ojos verdes, saltones e inexpresivos. Estuvieron contemplándose durante largo tiempo bajo aquel sol de justicia, hasta que él se cubrió la cara con ambas manos y comenzó a proferir agónicos y secos gemidos.

-Yo no… yo no… no quise matarte, no quise… no quise. –dijo con los dientes apretados. Paró de sollozar, y se descubrió el rostro. Su expresión era sería, no, más bien calmada y fría, y cuerda, demasiado cuerda para estar contemplando a un espectro fruto de la culpa, la inanición y la deshidratación-. Todo tenía que quedar en un robo, no tenías que saberlo, hubiese desaparecido y tú seguirías con vida… -desvió la mirada, avergonzado-. Y tú…

Su cabeza saltó hacia ella como un resorte, el gesto se le desencajó antes de dar paso a una máscara de irrefrenable rabia animal.

-¡Cállate!

Se abalanzó hacia la mujer, dispuesto a volver a matarla. Embistió con su escuálido cuerpo, con todas las fuerzas que le quedaban. Su anatomía chocó contra la pared de goma que, en lugar de repelerlo hacía dentro, al encontrarse algo deshinchada, le hizo caer al mar. Luchó con todas sus fuerzas, no quería morir, no lo deseaba, y sin embargo murió a los pocos segundos.

Con su muerte, también murió el espectro al que dio forma la culpa.