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El collar de Lady Elizabeth - por David Ballester

Web: http://davidballestermena.blogspot.com.es/

Lady Elizabeth Sanger entró de golpe en el reservado, donde cuatro caballeros que jugaban al póker la recibieron con ásperas miradas.
—¿Qué desea, señora…? —preguntó uno de ellos, entrecerrando el ojo del monóculo.
—Señorita Sanger —se presentó Lady Elizabeth recalcando la primera palabra. Sin prestarles mucha atención, buscó por cada rincón de la pequeña estancia. La pequeña figura de su sirvienta, Liz McCormack, apenas era visible tras su señora.
—Si hay algo en lo que podamos ayudarlas, señoritas…
—Me preguntaba si habían visto ustedes un collar —dijo Lady Elizabeth—, de oro blanco y rubíes.
—Pues no, no hemos visto tal cosa —dijo el caballero del monóculo con extrañeza. Para pasmo de todos, Lady Elizabeth salió del reservado sin despedirse siquiera.
—Lamentamos las molestias —se disculpó con una sonrisa Liz McCormack, cerrando la puerta al salir y dejando a los caballeros sin tener idea alguna de qué estaba ocurriendo.
—Tiene que estar por aquí —le dijo Lady Elizabeth a su sirvienta cuando esta la alcanzó. Todas aquellas personas con las que se encontraban miraban suspicaces a la dama que atendía a cada recodo del suelo y se paseaba de un lado a otro del pasillo, como si más que un collar, hubiese perdido la cabeza.
Al otro lado de los ventanales se cernía la tercera noche de travesía para Lady Elizabeth por aquel embravecido Mississippi, en cuyas riberas boscosas podían verse cabañas de madera y siniestras hogueras cuyo número aumentaba según se adentraban en el sur. El viejo barco, bautizado como Summer Sunrise, llevaba a bordo un precioso cargamento de ricachones y burgueses, gente de postín con negocios en el sur y que gustaban de confraternizar entre ellos, dándose siempre muchos aires. Acompañándolos viajaba un séquito de sirvientes de toda clase, y en las partes más bajas de aquel navío de madera blanca y aspas rojas, se alojaban familias humildes que se dirigían de Davenport a San Luis.
Una obesa señora vestida con un llamativo vestido rojo se detuvo al ver a Lady Elizabeth y a Liz McCormack.
—¿Qué ocurre, querida? —dijo, dirigiéndose a Lady Elizabeth, quien siguió caminando sin molestarse siquiera en mirar a la mujer.
—Disculpe a mi señora—dijo Liz—. La pobre ha perdido el collar que le regalase su prometido.
—¡Pero cómo! —se alarmó la mujer, llevándose una mano enguantada a su propia gargantilla y abanicándose vivamente con la otra—. Aquella preciosidad de oro y rubíes que lució en el baile, ¡qué desgracia!
—Así es —se lamentó Liz—. Y como bien sabe usted, Lady Elizabeth va al encuentro del señor Friedrichsen, con quien ha de contraer matrimonio en mayo y que le regaló el collar hace ya seis meses.
—Pobre chiquilla —dijo la mujer sin dejar de abanicarse, mirando con pena a Elizabeth, que bajaba ahora las escaleras que conducían al salón principal.
Llegó la noche y en el camarote de ambas mujeres la sirvienta tuvo que consolar a su señora, que lloraba desesperadamente ante la desgracia que se había abatido sobre ella. Liz ayudó a Elizabeth a desvestirse y cepilló su cabello, acostándola después con mucho cuidado y sentándose junto a su lecho para velarla. Una vez se cercioró de que se había sumido en un profundo sueño, Liz se levantó y se fue a su propia cama, situada en el mismo camarote. En lugar de acostarse, se arrodilló y sacó con mucho cuidado la maleta que guardaba tras los faldones de la colcha. Al abrirla pudo ver el magnífico collar de Lady Elizabeth destellando a la luz de la lamparilla.
“Es lo menos que puedes hacer por mí, desgraciada”, le reprochó Liz a su señora. Recordó entonces cuando entró a su servicio, hacía cinco años.
—Me temo que tendremos que hacer algo con tu nombre, Elizabeth —le dijo su señora con aquella sonrisa pringosa que tanto odiaba Liz—. De lo contrario, cualquiera podría confundirte conmigo. —Lady Elizabeth soltó una carcajada—. ¿Qué te parece Liz? Es un nombre sencillo, muy adecuado para una persona sencilla.
Había empezado robándole el nombre, y con el tiempo el odio que sentía por Lady Elizabeth no había hecho sino enquistarse.
—Sí, es un justo pago —se dijo Liz mientras acariciaba el collar con una sonrisa en los labios.