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Las tres y cuarto - por Emyl Bohin

Web: http://emylbohin.wordpress.com/

Llámame cuando bajes al muelle, pero antes de las cuatro. Me decía Lucas, nuestro patrón, antes de salir de pesca a esas horas tempranas de la mañana. No hacía ni dos meses que había cumplido los catorce años y desde ese mismo día empecé a faenar en la embarcación de Lucas, en las labores de mozo para todo. Y la primera era la de despertador, tenía que avisar a los tres pescadores que componían la tripulación y al patrón, al tiempo que bajaba hasta el puerto para hacer las comprobaciones de rigor y, que nuestro vaporcito, el Virgen del Mar, estuviese a punto.

Y a punto estaba siempre, lo que no impedía que el San Roque llegara a los bancos antes que nosotros, así conseguía el mejor cardumen. Más de diez años separaban ambos barcos y la juventud de nuestro competidor se hacía notar. No solo llegaba antes a los bancos de pesca, sino que una vez cargado con las capturas, el San Roque emprendía rumbo al puerto y hacía valer esa supremacía obteniendo un precio más alto para sus anchoas.

Aquella noche salí de casa un poco antes que de costumbre. La primavera estaba a punto de terminar y con ella las húmedas noches que bañaban de rocío las cuestas que me acercaban al muelle. La luna casi llena, se mecía adormilada sobre las pequeñas olas que arribaban al puerto y era la única luz que me permitía guiarme. En otras noches más oscuras el ruido de los amarres y el rozar de las embarcaciones junto con el aroma del salitre fueron mi brújula.

Pero aquella noche no era el Virgen del Mar mi destino. Había tomado la determinación de que al menos por una sola vez, el San Roque quedara atrás. Crucé las calles. Ni un ruido y, ni una luz en las ventanas. Todos dormían. Al llegar al malecón tiré del cabo que sujetaba el pequeño bote que utilizábamos para acercarnos al vaporcito. Con gran sigilo embarqué y armé los remos, el chapoteo suave que mi bogar hacía no llegó a despertar a las gaviotas, que descansaban repartidas por diques y embarcaciones.

Por fin abordé el San Roque. No llevaba una idea clara de cual era la misión que tenía que realizar. Con cuidado de no tropezar, realicé una inspección de proa a popa con la única ayuda de la tenue luz de la luna. La impresión que me dio fue de solidez, un todo compacto. Tendría unos quince metros de eslora por tres de manga y uno y medio de puntal. Llevaba en su parte central una mole metálica, la caldera, de la que emergía una robusta chimenea. Di varias vueltas en derredor de ella. Por fin apareció ante mi vista, aquello era lo que necesitaba. Un reloj. Un reloj que no daba las horas, un reloj con una sola manecilla. Una caja metálica brillante, tapada por un cristal reluciente que reflejaba la escasa luz. Un reloj que emergía de la caldera. Un manómetro. El cristal parecía frágil, pero pensé que al romperlo, el ruido tal vez no despertara a los vecinos, pero sí a las gaviotas y los graznidos de estas al pueblo entero. Agarré el manómetro con ambas manos intentado moverlo, doblarlo, aflojarlo o lo que fuera. De pronto comprendí que la solución era desenroscarlo. De manera lenta y suave lo aflojé y con él en las manos, como pirata que obtiene su botín, abandoné la nave.

El tiempo apremiaba, se acercaba la hora de avisar al patrón, pero tenía que deshacerme del manómetro. La idea de arrojarlo al mar era la más lógica, pero no había sido una noche lógica y aquella pieza me pertenecía. Era mi tesoro. Y la prueba de mi gesta. ¿Presumiría de ello ante la tripulación? Ya no volvería a ser “el Chico”. Imaginaba que me mirarían con respeto y admiración y, tal vez con algo de envidia por la hazaña que acababa de realizar.

En eso estaba, cuando frente a mi apareció el grumete del San Roque, un muchacho apenas dos años mayor que yo. Iba en busca de su marinería. No pude reaccionar, miré a ambos lados en busca de una huida, pero ya estábamos demasiado cerca. A pesar de la oscuridad nos reconocimos. Mi instinto llevó mi mano hacia la espalda para ocultar el preciado trofeo. Sé que asoció mi presencia de regreso del puerto con el robo en su barco, pero también sé que nunca dijo nada. Lo que no sé es porqué lo hizo.