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EL SOBREVIVIENTE - por Marta

EL SOBREVIVIENTE

El sol del mediodía atravesó la fina piel de sus párpados. El hombre intentó abrir los ojos pero para lograrlo debió protegerlos con sus manos a modo de visera.
Había dormido muchas horas. No recordaba con claridad cómo se había salvado del desastre. En su cabeza se mezclaban los gritos de los niños y las imprecaciones de los marineros.
Examinó su improvisado lecho. Era uno de los últimos botes que lanzados al agua había desaparecido en la bruma.
Insistió hurgando entre los recuerdos y de a poco pudo hilvanar el modo en que las olas lo habían empujado contra cuanto objeto flotaba a la deriva. Sintió una punzada en la frente y al tocarse advirtió la herida ya seca que había provocado su desmayo.
A partir de esa escena todo era confuso, la lucha contra el agua, mantenerse a flote a pesar del frío y la desesperada necesidad de sobrevivir.

Esa era la palabra clave. El era un sobreviviente. Por eso superó, a temprana edad, el abandono en el sórdido ambiente del puerto. Allí creció entre estibadores rudos y mujeres de escasa moral. Modelado por un destino adverso, carecía de escrúpulos o sentimientos de piedad.

Hizo un inventario de los elementos que estaban esparcidos en el interior del bote. Diseñado para albergar a por lo menos veinte personas, resultaba espacioso. Había pocas cosas, pero dadas las circunstancias hasta lo más insignificante podía tornarse útil. Como resultado de su investigación encontró comida, dos bidones de agua, una pistola con su carga completa y unas pocas mantas. De pensamientos prácticos y llanos, calculó que podría vivir por lo menos una semana navegando en busca de alguna costa cercana.
Al anochecer comenzó su malestar. Un frío intenso se le metió en el cuerpo y la cabeza le dolía como queriendo estallar. Recordó el corte en la frente y comprobó que la zona estaba hinchada y tensa. De seguro se había infectado. Con poca energía refrescó su cara con el agua del primer bidón y luego de tomar un buen sorbo se recostó entre las mantas.
Desde entonces no distinguió entre días y noches. Sólo por instinto saciaba su sed y masticaba algún alimento. El viento imprimía al bote velocidad y dirección. El enfermo, como consecuencia de la fiebre, había comenzado a alucinar.
Vio pasar a los pocos personajes que, en su vida solitaria, habían tenido alguna repercusión. Ninguna de las mujeres que se le aparecieron mostraba sentimiento alguno. Por primera vez en su vida pensó en la soledad y un vacío ominoso lo invadió. Una gran tristeza estrujó su alma y al aceptar que el destino le había robado el deseo de vivir, se arrastró hasta encontrar el arma.