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Apuntes, tutoriales, ejercicios, reflexiones y recursos sobre escritura o el arte de contar historias

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Una historia que contar - por Iracunda Smith

Web: http://iracundasmith.wordpress.com/

Había un hombre sentado en una vieja silla de playa en lo alto del acantilado. Estaba mirando al mar, tal como le habían dicho a Marta en el pueblo. Llevaba un par de años sin inspiración y había recibido un e-mail de su editora hablándole sobre el hombre: “Dicen que llevaba encerrado en su casa treinta años. La gente del pueblo le tiene miedo, hablan de brujería. Ve a conocerle y tráete una historia.”
Se acercó a él en silencio. Era un hombre moreno con la piel curtida por el mar, pero no aparentaba más de treinta años. La historia era un bulo. Sin embargo había conducido tres horas para llegar a ese pueblo y no le apetecía volverse con las manos vacías. Necesitaba una historia.
– ¿Eres periodista? –dijo el hombre sin darse la vuelta.
– No, soy escritora. –guardó silencio unos instantes y aclaró: Dicen que tiene una historia que contar.
– ¿Quieres oírla?
– Claro. –contestó agradecida y se sentó en una roca a su lado.
El hombre giró la silla hacia ella y pudo ver sus ojos. Eran de un verde extraño.
– Creo que lo apropiado sería que empezase con un “Érase una vez”…
Érase una vez hace mucho tiempo, más de cien años, un joven llamado Juan que deseaba por encima de todo ver mundo y vivir aventuras. Por eso decidió enrolarse en el primer barco que llegase al puerto del pueblo y que partiera hacía el otro lado del mundo.
Una noche, cuando estaba a punto de caer rendido por el duro día de trabajo, oyó unos pies mojados rondando los camastros y percibió un fuerte olor a brea. Se quedó inmóvil tapado por la fina manta y se convenció de que todo era producto del cansancio y los vaivenes del barco.
Al día siguiente uno de los marineros había desaparecido dejando sólo una mancha de brea en su catre. Había barriles de ella, para reparaciones, en la bodega y el capitán dijo que probablemente el hombre habría saltado por la borda. “A veces hacen eso. Es una vida dura, sobre todo si no te espera nadie en tierra.” Juan notó algo en su voz. Estaba mintiendo.
Nadie volvió a hablar del marinero ausente hasta dos noches después cuando fue el contramaestre quién desapareció. Lo buscaron por todo el barco y no dieron con él. Los marinos se volvieron unos contra otros. Creían que las desapariciones eran culpa de uno de sus compañeros y exigían que el capitán tomase medidas.
La única solución que les apaciguó fue la de hacer guardias durante la noche. De la primera se encargaron Juan y el corpulento cocinero. Fue una estupidez, pero cuando oyeron los ruidos procedentes de la bodega se miraron y decidieron calladamente ir a ver qué pasaba abandonando su puesto.
Bajaron los escalones iluminándose sólo con la luz de un candil. Los ruidos eran más claros allí. Eran gruñidos animales. El cocinero se adelantó, empuñando un gran cuchillo de carnicero. Fue entonces cuando la luz cayó sobre la criatura y esta se dio la vuelta.
Era una mujer, o al menos algo muy parecido, con la piel y el pelo completamente blancos. Sus ojos no eran más que dos enormes perlas negras y su boca no tenía labios que escondiesen aquella hilera de dientes triangulares. En sus brazos, llenos de los que parecía brea, tenía a otro pobre desgraciado del que sólo quedaba una parte sin devorar.
Cuando aquella cosa los vio pareció meditar un segundo y luego miró fijamente a Juan. “Si me ayudas te perdonaré la vida y estaré en deuda contigo.” Oyó Juan en su cabeza.
La bestia se abalanzó sobre el cocinero que dejó caer el cuchillo. Juan lo recogió y para sorpresa de ambos asestó un golpe en la cabeza de su compañero.
En agradecimiento Juan recibió un medallón de la ondina que lo protegería del ataque de sus hermanas que rodeaban el barco. El joven debía tomar un bote y navegar en dirección al sol naciente hasta tomar tierra y una vez allí arrojar el medallón al mar para que lo recuperase su dueña.
– Nunca lo hice –dijo el hombre de ojos extraños-. El medallón me dio mucho: riqueza, juventud… Y me quitó mucho. Todos mis hijos nacían muertos, mis mujeres desaparecían y yo siempre debía alejarme de la costa para que no me atrapasen –suspiró-. Deberías irte. Va a anochecer.
Marta se alejó desconcertada del acantilado. Cuando vio las manchas de brea apretó el paso.