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El Anticuario de Don Vicente - por Señor Alberto

Y así, casi sin darme cuenta arribé al callejón empedrado. Bien localizado a los suburbios Italianos que me había imaginado. Incluso la neblina que escoltaba mi sombra aquella mañana acarreaba el misterio. Por casualidad, posiblemente, haya ingresado al callejón del Anticuario.
Emergía entre dos edificios húmedos como una puerta de iglesia vidriada. La tierra cubría todo la visión. “Don vi cen”. Unas calles atrás, guiándome por lo que me había dicho un pueblerino, seguí buscando el Anticuario de Don Vicente, un español que vivía aquí y que luego de eso debía seguir unas calles para llegar al restaurante donde me esperaba Josefina para discutir negocios.
No obstante, era tan atractivo en algún punto. Abrí algo indeciso el pórtico y me sumergí en el pasillo que conllevaba a un saloncito circular con un mostrador vacío. Atiné a decir algunas palabras en la extraña oscuridad aun seducida por la luz, como tanteando a otro humano, pero nadie respondió. Me acerqué a la mesa y había una nota. “Vuelvo en una hora”
Aceptando que estaba solo no me molestó hurgar en el anticuario. Al principio, era un anticuario normal, muchos relojes y vasijas feas. Pero más adentro había libros hasta el techo. Pilas y pilas de libros que pedían que los visitase.
Estaban dispuestos como un camino. Así que ingrese por el primero y me asombré mirándolos ensimismados, trepando hasta el techo. El camino giraba, se retorcía y confluía con varios otros caminos.
Se me cruzó por la cabeza la opción de perderme, pero en cualquier caso, Don Vicente vendría y me ayudaría en una hora.
Acabé en un salón, similar al de recepción. Con una mesa en el centro y una silla. Y un libro. “Donde viven cenando”. Era antiguo forrado en cuero marrón y no tenía un resumen en contratapa. Me senté plácido, encendí una vela y leí las primeras páginas del extraño papiro.
El prólogo hablaba de un escritor local, así que entusiasmado me sumí en su lectura, planeando que posiblemente podría visitar un lugar del libro. Las primeras páginas hablaban de un lugar que se llamaba Donde viven cenando, un aparente restaurante que era infinito y que en antaño se habrían congregado miles de personas a comer las magníficas comidas. Pero luego, el dueño enceguecido por el poder, comenzó a coleccionar libros y libros. A apilarlos y decidió cerrar el restaurant para dedicarse exclusivamente a su colección de libros.
La gente, asombrada por el repentino cierre de Donde viven cenando en pleno auge, preguntaba al dueño que pasaba y solamente respondía: “Necesito descansar. El año que viene, tal vez…”
Apiló libros y libros formando columnas inmensas formando caminos meditabundos y errantes dentro de su extenso local. Formando titánicos laberintos que creó solo para resguardar su tesoro más preciado.
Por años, había buscado mejorar su salsa de tomate, y según un libro profético, la sangre humana la suplía y la mejoraba. Pero no cualquier sangre, debía ser la sangre de un tonto. De un tonto que entrase por las puertas vidriadas, recorriera el laberinto, y llegase a la verdad.
Iluminado por una vela, asfixiada dentro del murmullo del viento; se debía erigir por atrás del extraño una cuchilla, mientras en voz alta lee las últimas palabras de un libro.

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