Abnegación (Del lat. abnegatĭo, -ōnis) : Acto voluntario inspirado por motivos altruistas. - por Filias

Un escalofrío recorre mi piel. Mis manos comienzan a temblar y me siento caer en una espiral insegura de ingravidez. Miro tu rostro cercano y a la vez tan remoto. Tienes las aletas de la nariz dilatadas, las pupilas clavadas en mí y las mandíbulas levemente apretadas.

La biblioteca emerge amenazadora entre los dos. Sus estanterías repletas de libros me acorralan a pesar de estar a metros de distancia. Doy un primer paso y comienzo a transpirar.

Mi cuerpo invadido de impulsos contradictorios quiere ir a tu lado, acercarse a tu presencia firme y sentirse al fin protegido, pero mis miembros se niegan a obedecer las órdenes que dicta mi juicio. El sentido común ha desaparecido junto con el discernimiento del que generalmente hago gala y yo, preso de una histeria cada vez más tangible trato de controlar mi respiración entrecortada. Con un suspiro afligido vuelvo una vez más al pasado para revivir de nuevo la peor de mis pesadillas.

Soy un niño otra vez, y de nuevo es verano. La mañana estival nos había saludado con un calor sofocante que inundaba las calles del pueblo. Junto a Juan y Ángel (a pesar de su nombre inocente él es el peor de los tres) hemos vuelto a las andadas. A medida que pasaban las horas nuestra creatividad progresaba sin importarnos las consecuencias que ello nos acarrearía. Durante toda la mañana reventamos a pedradas las farolas y las colmenas de Don Cosme. Nos tumbamos sobre los campos de cereal desbaratando las espigas prestas a ser cosechadas y, dejamos las paredes recién encaladas del cobertizo de Don Damián llenas de las huellas escurridas de nuestras empolvadas alpargatas.

El escarmiento no tardó en llegar. Padre me castigó encerrándome en la biblioteca sin el menor atisbo de indulgencia en tanto que el sonido de la llave deslizándose por la cerradura precedía las horas que pasarían exageradamente lentas.

Paseé por la estancia con las manos en los bolsillos del pantaloncillo mientras el calor se colaba por las ventanas e inflamaba el ambiente de por sí ya caldeado. Hora a hora la temperatura seguía ascendiendo. La sed se exhibió sin pudor, y aunque golpeé con fuerza la puerta de la habitación nadie pareció oírme.

Comenzó entonces un bailoteo demente de los volúmenes que habitaban las estanterías: flotaban, giraban y ondeaban a mi alrededor. Me acorralaban en una esquina sombreada que se había convertido en un espacio mínimo y vital para mí. Una angustia permanente me atenazaba la garganta reseca al tiempo que los oídos me zumbaban como si todos los enjambres de las colmenas que habíamos destruido viniesen juntos a cobrarse su venganza .
Me encontraron inconsciente, tendido en la esquina más remota de la biblioteca, ardiendo y deshidratado. Desperté aturdido, incapaz de dejar de temblar a pesar del calor veraniego.

Entre brumas, escucho una voz conocida que me devuelve al presente.

—Papá, papá, ¿te encuentras bien?—dices consternado.
—Eso creo, Pablo—contesto tomando una gran bocanada de aire.—¿Lo he hecho?—añado sorprendido al percibir su cercanía— ¿He conseguido entrar?—al momento descubro la equivocación. Él se ha acercado a mí, yo no he podido mover ni un milímetro más allá del primer paso porque mi cuerpo ha permanecido estático. No he sido capaz de traspasar las puertas transparentes de la biblioteca municipal.
—No—niega con un ademán casi imperceptible—.Nos queda aún mucho trabajo por delante.
—El año que viene, tal vez …
—Puede ser.—sonríe posando su mano firme sobre mi espalda bañada en sudor sin que eso parezca importarle.— O quizás antes.

Hace años que Pablo se licenció en Psicología. Siempre fue su deseo y estudió duro para conseguirlo. Las prácticas en el departamento de Salud Mental se le antojaron insuficientes, así que por él inventé una historia creíble y una sintomatología acorde. Doté de autenticidad mi cuento sin que él siquiera imaginase la farsa e interioricé de tal modo el miedo a los espacios cubiertos de libros que terminé por desarrollar una fobia. Al menos Pablo terminó su tesina y se convirtió en un reconocido especialista.

—¿Sabes? Eres un gran terapeuta, hijo—le digo con orgullo.

Renuncié a mi amada pasión de senectud y ya no soy capaz de acudir a la biblioteca, pero Pablo ha realizado su sueño y es psicólogo. Es feliz, y yo también lo soy con él. Al fin y al cabo ¿qué padre no haría lo mismo por su hijo?