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Dos áticos - por Robar

Soy el bibliotecario de la Nacional desde abril de ese año bisiesto. Sé que seré Director por poco tiempo.
Mientras, transito arrobado los largos pasillos de esta fantástica biblioteca donde se confunde el olor a tinta, a papel, y a palabras, de la asombrosa cantidad de ejemplares que posee.
Trabaja junto a mi un joven, pelilargo, quejumbroso, con un aro que asoma de su nariz, viste vaqueros gastados, camiseta con cuello base y se llama Artemio.
Al promediar la mañana, me pregunta:
– ¿Qué hay en el ático y porque está cerrada su puerta?
– No sé nada de eso, no tengo la llave. Cuando al ingresar realicé tu misma pregunta, me respondieron de igual modo.

Hace cincuenta años, nacía en el sur de la ciudad, con cara de bibliotecario, y conmigo la melancolía. Soy de rostro anguloso, piel morena, cabellos entrecanos, bajo de estatura y un poco giboso. Un tic nervioso, insistente me baja el párpado derecho sobre el ojo saltón, color miel.

Cada día, al quedar solo, me dirijo al altillo, de cuya puerta tengo la llave, y continúo acondicionándola para concretar mi plan. Reviso las provisiones de alimentos, bebidas y aceite para la lámpara, única iluminación.
Conforme con lo almacenado y conociendo que en poco tiempo llegará el libro esperado; uno de los incunables, le digo a Artemio:
– Voy a tomar parte de las vacaciones que tengo pendiente y espero que en mi ausencia cumplas tu trabajo, conforme lo vienes haciendo.
– Perdón ¿cuando cree que podré gozar de las que me corresponden?
– El año que viene, tal vez.
El joven nada dice y supongo que desempeñará su labor, como hasta ahora, con abulia.
Es viernes y al finalizar la jornada se despide con un desganado:
– Hasta el lunes. Buen fin de semana.

Ya en penumbras me dirijo al desván, cuidando de no dejar huellas en los peldaños empolvados de la empinada escalera de madera.
La ventana esta cubierta con una tela basta, para que la pequeña luz de la lámpara no sea vista desde los edificios vecinos. El espacio es reducido y además del camastro, no sobra lugar para mucho más. En la parte alta del techo a doble agua apenas alcanzo a ponerme de pie. Hay una silla con asiento de paja y sobre la mesa, mostrando fecha, hora y destino, el billete aéreo. En la pared lateral, la estantería totalmente cubierta, sólo le falta el libro que entrará a la biblioteca la próxima semana.
Estos libros son mis hijos; el vínculo de consanguinidad literaria que tuvieron con sus autores está roto, el poseerlos configura un derecho adquirido, al que no renuncio.
Ser ladrón de libros es un arte. Saber elegirlos y sentir ante un ejemplar la necesidad emocional de consevarlo. Hurtarlos es genético, está en la esencia, no puedes hacer otra cosa y por sobre todo si adviertes su soledad, su estado comatoso, actúas de inmediato, con naturalidad y sangre fría. Cumples a raja tabla con la norma impresa en el códice, para los ladrones de libros.

El fin de semana ocupo el tiempo ordenándolos en las maletas, sólo queda un espacio que espera al que en setenta y dos horas entrará al recinto.
Durante el día, observo por un orificio de la puerta del habitáculo, una parte de la biblioteca, especialmente el mostrador de entrega y recepción, ubicada al frente de la sala de lectura. Advierto la abulia del ayudante y sus mezquindades intelectuales.

Por fin el libro está en mis manos. Tres horas antes de la medianoche, subrepticiamente, equipaje en mano salgo de la biblioteca y marcho hacia el aeropuerto.
Mi cuerpo se estremece ante la tensión seductora que me produce el hecho y alcanzo el máximo del placer, al sumar la imagen que tengo en mi mente: El ático del edificio frente al Mercado del Rastro, con estantes incrustados en los muros donde me esperan los libros robados en otras ocasiones. Me digo que está bien robar estas bellezas que serán mis inseparables, y que al sustraerlas, comparto el vértigo con la melancolía, que me acompaña desde la niñez.

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