Cookie MonsterEsta web utiliza cookies. Si sigues navegando, entendemos que aceptas las condiciones de uso.

Do you speak english?

¿If you prefer, you can visit the Literautas site in english?

Apuntes, tutoriales, ejercicios, reflexiones y recursos sobre escritura o el arte de contar historias

<< Volver a la lista de textos

Espectáculo - por vicente

Quién me iba a decir que tendría frente a mí al viejo Lamartine, espectro durante treinta años. El escritor maldito, prohibido, en el mismo carro que mis libros y un servidor. Le dije que me alegraba de verle. Sí, maldita sea, había imaginado este momento durante mucho tiempo y, al fin, ahí estaba. Fuimos amigos hasta el día en el que tuvo que salir corriendo de Burdeos. Hacía demasiado tiempo que había desaparecido.
Lamartine sonreía lacónicamente, en silencio.
—Todavía lo tengo —dije, y sus ojos reaccionaron con un brillo ambivalente a mis palabras. Sabía a lo que me refería. Esperó pacientemente a que rebuscara entre las encuadernaciones que me acompañaban y se lo tendiera. Tardé poco menos de un minuto en encontrarlo.
Era un tomo cascado, desgastado. Tres décadas lo contemplaban.
—¿Recuerdas? Nuestro primer trabajo. Lo guardé desde entonces.
Absorto pasó sus huesudos dedos por la portada, acariciándolo con cuidado.
—Claro que lo recuerdo —dijo, cuando volvió en sí—. Pensé que te habías librado de todos ellos.
—De casi todos. Éste lo guardé. Fue el primero, no pude hacerlo.
—Tuviste, amigo. Este libro fue una locura de juventud. No es más que una vulgar sarta de tonterías. Está maldito.
—Eso decías, que algún día nos quemarían a los tres juntos: tú, yo y el libro.
—Ya ves.
Lamartine huyó de Burdeos a causa del escándalo que provocó. Lo escribió con el corazón en la mano, brotado de sangre nueva junto con esa ilusión que sólo los jóvenes visionarios tienen.
—Te marchaste porque quisiste —dije, al rato.
—En la ciudad era hombre muerto. Ambos lo sabíamos, no podrías haberme escondido por mucho tiempo. Me habrían encontrado, después tu imprenta y habríamos acabado los dos en la hoguera. Lo mejor era que desapareciese.
El escándalo fue mayúsculo. Publicamos el texto anónimamente, pero pronto corrieron rumores que lo relacionaron con Lamartine. Se reconocía su voz en cada palabra, en cada párrafo, en cada una de las herejías que plagaban sus páginas. Yo corrí mucha mejor suerte y pasé completamente desapercibido.
No diste ninguna pista, nada, que pudiera localizarte. Intenté seguirte la pista, pero te esfumaste.
—Y con eso mi leyenda aumentó. Ahora soy un fantasma reencarnado entre tus libros.
—Han pasado tres décadas. Todavía recuerdo tus últimas palabras.
—El año que viene, tal vez.
Sonreímos los dos.
—¿Por qué no viniste antes, por qué ahora?
—No lo sé —contestó—. Estuve yendo de aquí para allá. Alemania, España, Inglaterra. Hasta que el camino me trajo de vuelta. Vagabundeando pasé por Gironda y me dejé caer.
Guardé silencio. Él también. Era incómodo.
—Lo último que esperaba era verte de esta guisa —preguntó, al rato—. ¿Y cómo has acabado tú en este carro?
—El viejo Fayette lo encontró.
—¿Ese loco? Había oído que estaba muerto.
—Poco le falta. Desde hace más de un lustro tiene un pie más allá que acá. Poco después de lo de la inquisición se volvió un fanático y acabó de sacerdote en la parroquia. Un día me propuso un negocio: imprimir algunos de los sermones de San Agustín, naturalmente seleccionados y corregidos por él mismo. Pensé que era otra excusa para beberse mi vino y recordar los viejos tiempos. Una noche en particular hablamos sobre mis primeros trabajos como impresor, y le enseñé la mayoría de mis primeras ediciones. Todas menos ésta. En un brumoso momento de la noche me mareé, y el viejo diablo insistió en acompañarme a mis aposentos para no despertar a la Camille, sirvienta. Me negué, pero cuando hice ademán de levantarme me caí. No sé de dónde sacó tanta fuerza para agarrarme al vuelo y llevarme a mi habitación. Entonces me sonsacó lo de tu libro. Desde que lo había impreso yo hasta dónde guardaba esta copia. Ni me di cuenta. Sabía lo que se hacía.
—Nunca nos lo perdonó, por lo que veo. Menudo cerdo.
—Como si hubiéramos tenido algo que ver, si hicimos lo que pudimos. Una vez me dijo que ya lo había dejado atrás. Mintió.
Volvimos a guardar silencio. Esta vez pude apreciar cómo el griterío de la chusma era cada vez más fuerte. Nos esperaban.
—Nos han preparado un buen espectáculo.
—Ahí tienes al cabrón enardeciendo al gentío —dije—. Ya están ultimando las hogueras.
—Mira, cómo disfruta —contestó Lamartine antes de agachar la cabeza—. Sacerdote, dices. Es hasta gracioso, si lo miras bien.
—Tuviste razón —dije, al rato—. Maldita la hora.
—Sí —otra vez su lacónica sonrisa—. Tú, yo, y el libro.

¿Te ha gustado esta entrada? Recibe en tu correo los nuevos comentarios que se publiquen.

Todavía no hay comentarios en este texto. Anímate y deja el tuyo!

Deja un comentario:

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.