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Lo que dura el amor - por Marta

LO QUE DURA EL AMOR

— ¿Cuánto te creés que dura el amor?, —me espetó Julián a boca de jarro.
—No lo sé, —titubeé sorprendida.
En el bar, algunos se dieron vuelta. Caí en la cuenta de que a medida que hablábamos nuestra voz sonaba más hostil.
Otra vez se iniciaba una conversación que no llevaría a nada. Sólo nos alejaría más, si ello era posible.
Traté de ponerme en su lugar pero luego de lo ocurrido lo que menos deseaba era ver las cosas como él las veía.
Me negaba a reconocer que tiempo atrás hubiera sido mi tabla de salvación. Yo quería salir de un matrimonio agotado y sin aire. Lo que mi marido podía ofrecerme era una llanura de sentimientos anestesiados por la rutina. Aunque él no era un mal tipo, yo estaba segura que la vida no podía reducirse a lo poco que compartíamos. No podía resignarme a vivir en un silencio compartido y a una cama sin pasión. Necesitaba la acción, el cambio, trepar alturas desconocidas y arriesgarme, sentirme viva, deseada y amada por una persona que se jugara por lo nuestro. Quizá habíamos cambiado en direcciones diferentes, quizá ya no le amaba. La vida de pareja, tal como transcurría por aquel entonces, era aburrida y gris. Estábamos juntos pero yo me sentía la persona más sola del mundo.
Y entonces apareció Julián, en un momento especial, en un lugar especial.
Nos conocimos en la biblioteca de la universidad. Ambos buscábamos el mismo libro. ¿Casualidad?
El edificio antiguo y señorial encerraba largos pasillos con paredes altas repletas de textos de todo tipo. Me daba placer permanecer en ese reducto donde la imaginación es tan libre como necesitaba serlo yo. Inmersa en la lectura, olvidaba el silencio pesado y denso que me aguardaba en casa. Cada vez me quedaba más tiempo allí y al ver a este forastero de aspecto alegre y desenfadado no pude menos que fantasear con su imagen.
El terreno estaba en las condiciones óptimas para que se diera nuestra relación. Primero nos hicimos amigos, luego necesitamos más y mi anillo de casada no sería un obstáculo demasiado firme.
Y ahora, me aparecía con un planteo descarado y casi infantil.
Sus palabras me sonaron hirientes. Leí en ellas su deseo de alejarse y no me podía hacer a la idea.
Todo el castillo se iba desmoronando y tuve miedo. A pesar de que estábamos casi en el verano, tenía las manos heladas y temblaba como si el invierno se hubiese instalado adentro de mi cuerpo.
—Vos sabías que esto no era para siempre, ya lo viviste antes con tu marido — me dijo—suavizando la voz.
-Pero yo te quería en serio, contesté sin fuerzas para iniciar una defensa valiente de mi posición. Sonó como un argumento débil y desesperado.
Entonces caí en la cuenta de lo triste de la situación, había usado un verbo en pasado, porque ahí se había quedado nuestra historia. Nada que yo hiciera podría modificar la realidad.
El se levantó sin prisa, quiso darme un beso de despedida pero se lo impedí. El dolor se expandía por mi piel y el contacto de sus labios habría sido imposible de soportar.
Se alejó lentamente, con la espalda erguida y la sonrisa de siempre.
Dudé por un momento si debía volver a casa para intentar acostumbrarme de nuevo a los tonos opacos que la rutina se encargaría de imprimir a todos mis actos de allí en más.
Me dolía el pecho en cada inspiración. Se me cruzo la idea de que tal vez si dejaba de respirar se aliviaría. A los pocos segundos comprendí que era una idea por demás estúpida.
—La vida es esto — mascullé entre dientes.
No podré sonreír por algún tiempo, pero encontraré la manera de salir adelante.
Nunca fui mujer de bajar los brazos y en unos meses o el año que viene tal vez,estaré en buena compañía nuevamente. La vida no puede comenzar y terminar en dos fracasos amorosos.
No había bebido mi café pero ya estaba demasiado frío. Me levanté y muy despacio caminé hasta la biblioteca. Entré sin prisa, recorrí los pasillos atiborrados de ejemplares que nunca llegaría a leer. Acaricié algunos lomos cuyos nombres atesoraba como propios. Busqué un título al azar y mis ojos se detuvieron en Ana Karenina. Era la lectura justa para mí. Preferí alejarme de nuestra mesa, la que había sido testigo de una felicidad ficticia y pasajera como la de tantas historias que albergaba aquel lugar.

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