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Georgina. - por Libres de Lectura.

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“Decidió visitar a la bruja”.

Ese era el tema que se le presentaba esta vez. Como cada mes, una inspirada página en Internet impulsaba a todo aquel dispuesto, a escribir sobre unas pautas, en un contexto determinado y con unas regladas estipuladas.
Era de noche y Georgina acababa de llegar a casa después de un duro día de trabajo y Universidad. Ese era su momento favorito, entrar en su cúpula divina, en su crisálida celestial, su lugar de meditación, de abstracción: su habitación.

Como cada día, al entrar en casa había tenido que soportar las fuertes discusiones entre su madre: una mujer dulce, permisiva y ejemplar; y su padre: un hombre rudo, duro, bebedor, incapaz de aceptar una corrección, una persona insoportable. Hasta donde ella había podido (o querido) saber, su padre nunca le había puesto una mano encima a su madre.

Ya estaba sentada frente a su ordenador con la música impertinente de siempre, los insultos. Intentó abstraerse lo máximo que le dejaba su fatigada mente y concentrarse en el tema sobre el que escribiría.
Ese era su mayor hobby, la fuente por donde extraer todos los llantos acumulados, toda la rabia interior que le producía aquel hombre que, por extraño que pareciera, la había engendrado.

Georgina no conseguía concentrarse y optó por aquello que siempre la ayudaba. Volteó su silla noventa grados a la derecha y se colocó frente al ventanal que presidía su habitación. A través de él podía ver día sí y día también numerosos pájaros ir y venir de Dios sabe dónde, libres, con la única preocupación de mantenerse erguidos en el aire, siendo los únicos capaces de llamar al viento, algo con lo que soñaba persistentemente la joven Georgina.
Ella quería ser uno de ellos, poder volar, escaparse de aquella casa, no tener que preocuparse por el dinero, por los estudios, el trabajo, sus padres. Quería volar, quería volar para siempre.

Mientras pensaba en todo aquello, Georgina se encontró frente al teclado, con sus dedos escribiendo como si contasen con vida propia, escribiendo sobre la historia de una pobre niña que lo única que quería era poder volar.

En esos momentos, la puerta se abrió bruscamente. Era su padre, con esa cara enrojecida por la rabia que contenía, la cara que indicaba que algo no iba bien.
Comenzó a increparle por no estar en la cocina con su madre haciéndole la cena, vociferó insultos inclasificables hacia el ordenador, dirigió aspavientos por doquier como si estuviera fuera de si. Y cuando consiguió centrar su mirada, ésta quedó fija en el teclado de Georgina. A la mirada le acompañaron las manos, que cogieron el teclado. A las manos les acompañó la ira cargada de energía, que empotraron el teclado en la pantalla. Y a todo ello le acompañó el llanto de Georgina, un llanto como nunca se había oído ninguno, el llanto de alguien que se ha cansado de vivir; como esa última exhalación que hace un anciano para cerrar el bordado de su vida Georgina lloró, con una rabia en su interior de la que notaba que no podría deshacerse, de una rabia a la que se veía rendida, que la controlaba por completo.

Miró hacia el ventanal, los pájaros ahora la miraban a ella, extrañados. Ella también notaba algo extraño en su cuerpo, se examinó rápidamente y para su perplejidad vio como algo le había brotado de la espalda, algo que la levantó del suelo, la dirigió a su hermoso ventanal, y la hizo volar.

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