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Madeline - por Daia

Web: http://esbozosdetinta.wordpress.com/

Decidí visitar a la bruja; no lo pensé dos veces antes de abandonar el pueblo de pétreas entrañas y luchar contra el fango de la colina, ocasionado por las intensas tormentas de días atrás. Gradualmente, el contorno de la cabaña se convirtió en una realidad que vencía a la bruma. Las contraventanas no estaban cerradas y la luz que escupía se proyectaba en el exterior colina abajo, arrastrando con ella mi propia sombra. Me estaba esperando, lo sabía. La quietud que se respiraba era una invitación implícita a regresar ante ella. Aguardé un instante ante la puerta, desvencijada y astillada por el tiempo, inspiré una bocanada de aire húmedo y la golpeé con los nudillos. El sonido fue un reflejo de mi alma. Dudas, temor, desesperación, agonía.
La puerta se abrió de golpe y la figura arqueada de la anciana me recibió, curvando los labios en una ambigua sonrisa. Extendió el brazo, indicándome que entrara. Al igual que la última vez, tomé asiento en un sillón de cuero color café y me froté las manos para desentumecerlas junto al fuego que habitaba plácido en la chimenea de piedra.
—Veo que has reconsiderado mi oferta —dijo la mujer, sentándose en otro sillón frente a mí.
—Es mi única opción —admití—. Si sigo así no quedará de mí más que un montón de huesos.
Asintió y se removió en su asiento.
—Lo has traído.
—Te aseguré que me encargaría de ello —respondí, a pesar de saber que no era una pregunta.
Saqué un manojo de llaves y se lo tendí. Lo examinó, llave a llave, y dio su visto bueno. Se incorporó tan deprisa que me intimidó por un momento. Ahondó en mis ojos, tratando de leer en su interior.
—Será doloroso —advirtió.
—Lo soportaré.
—Bien, partamos inmediatamente antes de que te acobardes.
Se cobijó en un abrigo de lana, tomó un pequeño farol, lo abrió para encender la vela y salió de la cabaña sin esperarme.

La solemne calma del cementerio nos sobrecogió a ambos. Tumba a tumba, pasillo a pasillo, lo recorríamos cual desdichados espíritus sin morada, en silente respeto. Ninguno hablaba; es más, la bruja no cesaba de ignorarme deliberadamente. Aferrada al farol, mantenía la vista al frente en busca de Madeline. Bajamos unos escalones. Los recuerdos del funeral vinieron a mí, fugaces pero no por ello menos amargos. Escuché de nuevo el llanto de los asistentes, el olor a tierra mojada y las primeras gotas impactando en las baldosas. Breves retales de un recuerdo sin fin.
Nos detuvimos frente a su lápida y sentí cómo mi ser volvía a resquebrajarse, a disolverse igual que azúcar en agua. Un hormigueo recorría mi nariz y la garganta se me cerró. Ella había sido para mí como una caricia, un remanso de paz, el arcoíris que se filtra por el cristal, tan dulce como despertar siendo besado. Sé que nuestro amor no fue una historia épica, ni siquiera un poema; no era perfecto pero nos pertenecía.
Retiramos la lápida, dejando al descubierto el ataúd color caoba que yacía a pocos metros de profundidad. Con la palanca que cogimos en la entrada, bajé con cuidado y, poco a poco, lo abrí. Al ver su rostro lívido, mi corazón no lo soportó más y mis ojos se deshicieron en lágrimas.
—Súbela —dijo la mujer, inclinándose para ayudarme.
La abracé con ternura entre mis brazos, del mismo modo que acostumbraba a haber. La alcé y la bruja la recogió con presteza.
Al salir de la tumba, la colocamos en el interior de un círculo compuesto por diversas piedras y ella comenzó a recitar un extraño cántico.
Un intenso dolor se apoderó de mí y caí al suelo en posición fetal. Contuve un grito. Mis huesos parecían quebrarse y mis músculos, desgarrarse. Mi cabeza era presa de un zumbido que me impedía siquiera pensar. Lentamente, mis fuerzas me abandonaban hasta el punto que respirar se convirtió en una lucha constante. Miré a Madeline agitarse y volviendo a ser mientras mi esencia se evaporaba como débiles gotas en el desierto. El instinto me avisó que ya me restaban escasos segundos de agonía. Los labios de Madeline recuperaban su tono rosado y contraía las manos con fuerza. Quise acercarme a ella para abrazarla y volver a sentir su calor, pero mi cuerpo ya no me pertenecía.
Súbitamente, el dolor desapareció y me llevó con él.
—Te prometí que te amaría más que a mi vida —susurré con mi último hálito.

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1 comentario

  1. 1. Montse León dice:

    Aterrador y emotivo. Gracias…

    Escrito el 30 noviembre 2013 a las 18:55

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