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La Muerte - por Dorothy

Decidí visitar a la bruja. En realidad, ni siquiera sé por qué lo hice; quizás simplemente es que estaba demasiado desesperado como para pararme a analizar fríamente qué estaba haciendo.

Ella vivía en un piso normal, en un portal y una calle normales. Pero nada en ella era normal. Lo supe en cuanto me abrió la puerta, con esa mirada de niña inocente.

Era muy, muy joven. Mucho más joven de lo que yo me hubiese atrevido a apostar. Estaba muy delgada. Llevaba los cabellos, de un color rubio ceniza, escondidos bajo un gorro de lana, pese a que estábamos aún en octubre.

—Buenas tardes, Samuel. Te estaba esperando —me saludó, con una sonrisa que puso un contrapunto extraño a su expresión, dotándola de un macabro toque de maldad. O quizás fuera solo un efecto de la luz trémula de las velas, que bañaba su espalda desde el interior de la casa—. Adelante, ponte cómodo.

Ni siquiera me planteé cómo podía ella saber mi nombre.

La seguí por un pasillo, hasta lo que debiera haber sido el salón de la vivienda, que la bruja había convertido en una inquietante cueva oscura, con todas las ventanas tapiadas por gruesos cortinajes de color violeta y granate, y únicamente iluminado por siniestros y voluminosos candelabros requebrados, que apenas dejaban espacio a la mente para recordar que, fuera, lucía un espléndido sol otoñal.

—Yo… Me han hablado de usted —dije.

Ella rió, y cuando lo hizo pareció más que nunca una niña pequeña, feliz y despreocupada.

—Lo sé —asintió, y clavó en mí sus ojos, oscuros como la boca de un lobo. Unos ojos que no pertenecían a ese rostro juvenil, sino a uno mucho más ajado por el paso del tiempo y el sufrimiento. Eran los ojos de una anciana, en la mirada de una niña. Era extraño y sumamente terrorífico pero, por encima de todo, era fascinante—. Soy tu última opción. La última parada antes de que tomes el tren del suicidio…

Di un respingo. En realidad, nunca había pensado en ello seriamente. ¿O sí? Pero nunca me habría atrevido a decirlo en voz alta.

—Vamos, Samuel. Siéntate —me invitó, señalándome con su mano repleta de anillos y pulseras unos aparentemente confortables cojines situados sobre la cálida alfombra. Pese a lo que pueda parecer, en realidad yo tenía frío. Necesitaba el abrigo de esos tejidos tan recargados—. No tengas miedo —dijo.

Tenía una voz hermosa. El tipo de voz que solo se escucha en las locutoras de radio, una voz dulce y a la vez sabia. Una voz capaz de atraerte hasta las profundidades marinas, como el canto de una sirena, solo por el placer de escucharla. Me gustaba su voz.

—Yo… Verá. Lo he perdido todo. Mi familia, mis amigos. Mi trabajo, mi vida entera —comencé, trastabillando con mis propias palabras. En contraste con la suya, mi voz me sonó vacía y hueca. Insulsa. Carente de toda gracia. Además, algo me decía que ella, la bruja, ya lo sabía todo sobre mí. Quién era, y qué me había conducido hasta su puerta.

—El juego es un compañero peligroso —murmuró ella, sonriéndome. Siempre sonriendo.

—Sí, bueno… Solo me quedan cincuenta euros —digo, por fin—. ¿Qué debo hacer? ¿Debo… apostarlos? Sé que puedo ganar, solo debo encontrar el momento acertado. La jugada perfecta. ¿Puede usted decirme…? ¿Puede decirme cuál será?

—Muéstrame el billete —pidió ella entonces, ignorando mi pregunta. Sus ojos, aquellos ojos anacrónicos, habían brillado extrañamente a la mención del dinero.

Saqué mi cartera, y le mostré lo último que me quedaba.

Entonces ella volvió a reír. La luz de las velas pareció titilar por un momento, y finalmente todas ellas se apagaron, excepto una. También yo noté un escalofrío.

—Lo lamento profundamente, Samuel, pero no ganarás. Tú ya lo sabías, cuando has venido a buscarme. A mí solo me buscan los que ya están perdidos —murmuró la bruja, terriblemente hermosa en la penumbra.

—¿Qué quiere decir? —pregunté, sintiéndome de pronto muy enfermo. La cabeza me daba vueltas, el aire se me atascaba en el pecho.

Pero ella no se inmutó. Simplemente, de un solo soplo, apagó la última vela, dejándonos sumidos en la oscuridad.

—Adiós, Samuel —dijo, tomando de mis manos moribundas el billete, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Ya no la veía, y apenas podía oírla. Mi mente no respondía, mis miembros tampoco.

Entonces, lo supe. Antes de que ella me lo dijera, lo supe: ella no era una bruja. Era la Muerte.

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1 comentario

  1. 1. Aurora dice:

    Sencillamente genial. Me ha encantado la historia y me descubro ante el estilo, no le veo fallo alguno.

    Escrito el 31 octubre 2013 a las 16:31

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