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El olor de la suerte - por Jose Antonio

Decidí visitar a la bruja para pedirla perdón, o mejor para cambiar el rumbo de mi apestosa suerte. Repudiado y condenado a ser un irrelevante auxiliar, de una insignificante comisaria, de un intranscendente pueblo, en medio de la aburrida Oklahoma, para toda la eternidad.
Hace seis meses, recién ascendido a detective, me ordenaron llevar a Susan Gullveig, a la que todos tomaban por una vieja loca hechicera abandonada a la brujería, al palacio de justicia del condado por insultar a su vecino el padre Brian. La obligué a subir al coche patrulla, engañándola con prohibirla entrar en todos los bares del pueblo, y la multé por su falta de higiene pues olía a perro muerto y vestía ropas andrajosas. Furiosa, me lanzó una maldición cherokee y puedo aseguraros que desde entonces me he arrepentido a diario por el insoportable olor que atormentó mi vida. El caso es que sin saber cómo, unos días después del juicio, en el que salió absuelta por incomparecencia del demandante, fui degradado a simple auxiliar en un sucio rincón de la comisaría, sin ventanas ni aire acondicionado, soportando el sudoroso hedor y alcohólico aliento del sargento Foully.
Semanas más tarde encontré a Gullveig junto al camino del embarcadero, llevando un manojo de hierbas silvestres y unas tijeras de podar negras. No me había acercado aun, cuando gritó señalándome con su dedo —condenado sigues si a esta servidora perdón no pides— y salió huyendo entre los matorrales dejándome boquiabierto.
Todo fue empeorando. En la comisaría, por las mañanas, el sargento me mandaba limpiar el retrete y luego entraba él, Foully era así. No podía ir a un aseo ya usado por otra persona. Otras veces me nombraba «auditor» y me enviaba registrar los cubos de basura para comprobar el cumplimiento de las normas sobre separación de los desperdicios. Las tardes eran un castigo insoportable. Tras comerse sus judías con ternera y guisantes, una hamburguesa y beberse dos cervezas, el sargento apoyaba el respaldo de su silla contra la pared, se desabrochaba su pantalón, exhibiendo su inmensa barriga grasienta y dormía la siesta ocultando su cara con el sombrero. Sus ruidos y olores convertían la diminuta oficina en una fétida sala de torturas. Una vez, se me ocurrió salir silenciosamente y justo en la puerta, el muy cabrón sin despertarse, soltó un eructo tan brutal, que retumbó en todo el pasillo acudiendo el mismo comisario desde su despacho. Al verme allí, con la cara sonrojada me castigó por mi falta de educación.
Mi pestífera suerte, comenzó aquel fatídico día que me crucé en el camino de Susan Gullveig, y aunque odio la superstición, decidí ir temprano en mi día libre a pedirla perdón por mi grosería de entonces. La puerta oscura de su casa estaba entreabierta y el aire en el umbral era irrespirable.
— Miss Gullveig, ¿está usted ahí?.
— Pasa, te esperaba —dijo asomando su pelo canoso, invitándome a entrar.
— Quiero disculparme con usted por como la traté.
— Ya veo. No pareces mal muchacho, yo soy vieja, pobre y todos me tratan mal, ¿qué ocurre?, ¿no respiras bien?.
— No es nada, es que no estoy acostumbrado a sitios cerrados.
— Es por los gamberros, tiran cosas a mis ventanas. ¿De verdad te arrepientes?.
— Sí, por supuesto.
— Te creo, la verdad es un buen antídoto, espera, te daré algo.
Volvió de la cocina con una pequeña bolsa de tela que apestaba a estiércol y me la ofreció.
— Llévala en tu bolsillo, ahuyentará el mal espíritu que está detrás tuyo —instintivamente me giré, ella sonrió. Me despedí, guardé la bolsa y me fui a gastar mi día de descanso.
Al día siguiente, en la comisaría, me enteré que el sargento Foully la había detenido la tarde anterior, acusándola de robar unas tijeras negras de podar en el supermercado y de riesgo para la salud. Esa misma noche, el sargento sufrió un infarto, tendrían que operarle en el hospital y sería retirado del servicio. Ocupé su puesto inmediatamente y lo primero que hice fue pagar la fianza de Gullveig y llevarla a su casa.
Además el comisario quiso acabar con las quejas de los vecinos sobre ella y se propuso encerrarla bajo la acusación de vender aguardiente adulterado; días después se cayó del caballo en su rancho y ha quedado paralítico. Así que desde hace un año, cada semana voy a recoger la bolsita de estiércol a casa de Susan. Como nuevo comisario, debo ocuparme del bienestar de todos mis conciudadanos, incluidas las brujas.

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3 comentarios

  1. 1. Aurora dice:

    es bueníiisimo, está muy bien ambientado. y me alegro de que el pobre haya acabado bien.

    Escrito el 29 octubre 2013 a las 16:28
  2. 2. Nancy Eliana dice:

    ¡Ohh simplemente hermoso!, desde que empecé a leer no me detuve hasta terminarla. Felicitaciones, un buen trabajo José Antonio.
    Saludos.

    Escrito el 10 noviembre 2013 a las 16:41
  3. 3. Montse León dice:

    Muy buena trama. Pobre del que se acerque a él con ese olor 🙂

    Escrito el 17 noviembre 2013 a las 17:52

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