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Siempre nos llamaron brujas - por Melania

Decidió ir a ver a la bruja.
Se sentía ridículo, pero era lo único que le quedaba por hacer. Algo tenía que haber hecho esa mujer para dejar a Paula así.
Hasta la tarde en que fue a verla, tres días atrás, todo estaba bien entre, dos años de noviazgo, pensando ya en vivir juntos. Se veían diariamente, y si no estaban juntos intercambiaban llamados y textos todo el tiempo.
Pero inmediatamente después de esa visita, todo cambió. No quería verlo ni atendía sus llamados, sin explicación.
Fue a su casa muchas veces, nunca estaba. La última vez se quedó esperando en la puerta, hasta que la vio doblar la esquina. Pasó a su lado sin siquiera mirarlo, entró y cerró la puerta sin decirle una palabra.
Ni sus padres ni sus amigas supieron o quisieron darle noticias de ella.
¿Que le habría metido en la cabeza aquella loca?
Ella le había contado que iba a ir porque le intrigaba, nada más.
Afortunadamente tenía un volante con la dirección. Paula se lo había dado esa misma mañana, muerta de risa, tenía una cita para las cinco de la tarde.
Se imaginó un lugar oscuro, con velas, olor a sahumerio, y una mujer obesa con túnica de colores , pintarrajeada y largas uñas rojas. Una estafadora de libro.
Esa lo iba a escuchar. La obligaría a llamar a Paula para decirle que todo era una vulgar estafa.
Llegó a la calle que figuraba en el panfleto. Humilde, de edificios gises. Entro en el indicado. Subió al segundo piso y llamó al departamento “A”.
Le abrió una nenita de no más de cinco años, muy seria, que le clavó un instante unos increíbles ojos entre turquesa y esmeralda, y bajó la vista.
Atrás apareció una mujer joven, con jeans y zapatillas, de lo más corriente, salvo que llevaba puestas gafas de sol .
– Buscaba a la señora Elena…
– Pasá- dijo ella amablemente.
Abrió la puerta del todo. Entró en un salón vulgar, pero limpio e iluminado con luz natural. Juguetes desparramados por el piso, un sofá desvencijado, una mesa y cuatro sillas. Las paredes, desnudas. No parecía la casa de una bruja.
– Luli, andá a mirar tele – le dijo la mujer a la chiquita.
La nena inmediatamente agarró una muñeca del piso, y salió del salón.
– ¿Vos sos la bruja?
Ella sonrió.
– Así nos llaman. Desde la época de la inquisición -soltó una risa divertida-, pero vení, sentate.
– Yo no creo en estas cosas.
– Ok…
– Pero algo le dijiste a mi novia para dejarla así. Y no lo pienso tolerar. Vas a tener que llamarla y decirle que eran pavadas, porque te denuncio.
-Calmate- sonrió comprensiva
– Encima me tomas por tarado. Aunque no hay dudas, vos sos muy astuta. Y no me pongas esa carita de superioridad- gritó- Que ganás con pudrirle la mente a las personas? Paula es inteligente, no puedo creer que…
-Qué?
– No puedo creer que…
No pudo seguir hablando. La mujer se arrancó las gafas de un tirón. Unos ojos entre esmeralda y turquesa, enormes y brillantes, se clavaron en los suyos.
Sintió un escalofrío, luego un calor intenso, su cabeza bullía. “¿Qué me pasa, por Dios?”.
Intentaba con todas sus fuerzas apartar sus ojos de los de la bruja, pero no podía. Esos ojos lo arrastraban mar adentro en aguas profundas entre esmeralda y turquesa. Su mente era un torbellino de ideas que se mezclaban y se fundían, mientras todo alrededor se desdibujaba.
Y en medio de esa vorágine imparable y aterradora, sintió, lejana, una voz de mujer que decía:
– Sí…siempre nos llamaron brujas…

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