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Madame Goodrich - por Adrián de la Parra

Decidió visitar a la bruja. Así lo haría. Se levantó de la vieja silla, encorvado, tembloroso. Apretaba sus manos contra su vientre haciendo una mueca de dolor. Las arrugas de su cara, formaban pequeños rostros que sonreían y lloraban. Se dirigía a la puerta cuando alguien lo jaloneó por el costado.
—Papi, papi. ¿A dónde vas? No te vayas, por favor. No me dejes sola.
—hija, no estás sola. Ya te he dicho que mami siempre nos está cuidando. Recuerda eso muy bien, ella y Diosito nos cuidan desde allá —señaló el techo.
—No te vayas, por favor. ¿Regresaras? No te vayas con ella. No te mueras.
—Descuida hija, tranquila. Siempre estaré a tu lado. Además, ya ni me duele tanto.
Era mentira. Recorrió el cabello de la frente de su hija. La besó y le dijo adiós.
Fuera de la cabaña, el día era gris. La tierra se encontraba todavía húmeda por la llovizna. Los viejos arboles, desnudos, desgajados, se balanceaban de allá para acá. El viento gélido soplaba.
Alberto emprendió al camino. Se apretaba con más fuerza la barriga. El dolor no cesaba. Caminaba entre los charcos y el lodazal con sus viejos zapatos llenos de agujeros. Los niños no correteaban más por las calles, probablemente porque sus madres los habían reprendido. Y menos mal, con el ceño fruncido y esa mueca torva hubiera espantado a cualquiera.
La vieja cabaña no estaba tan lejos. Estaba al otro lado del cerro. Caminaba dando pasos chiquitos, como si fuera un bebé. Cada vez se apretaba más el abdomen, como si se lo quisiera arrancar. Mientras más se acercaba, los secos y raquíticos arboles, iban disminuyendo. Una pradera de amarillos pastizales se iba extendiendo frente él. No se divisaba donde terminaba. Las nubes se empezaban a desmenuzar, sin embargo, el sol no aparecía. El día seguía tan opaco. Tan típico de esas fechas. La cabaña se erguía ladeada como la torre de pisa. Pareciese que con solo un fuerte soplido se vendría abajo. La chimenea alumbraba nubes negruzcas.
Se acercó al portal, se hincó apoyando las palmas de sus manos contra el tapete que aparecía frente al umbral. Besó la tierra y tocó a la puerta.
Una mujer joven de cabellos marrones, de finas facciones, abrió la puerta. Era hermosa. Irradiaba magnetismo y encanto. Hacía de aquel día tan sombrío todo lo contrario.
—Muy buen día Madame Goodrich. —Se quitó el sobrero de paja.
Ésta le hizo un gesto que lo invitaba a pasar. Entró. La cabaña, mostraba todo lo opuesto a la vieja fachada que atentaba con caer. Muebles rústicos y brillantes hacían de aquella cabaña, junto con un delicioso aroma a especias, de un lugar muy acogedor.
—Siéntate por favor. —Le señalaba una silla.
—Madame Goodrich espero no haberla molestado, discúlpeme por favor. No puedo soportar más. —Tomaba asiento.
—Alberto, vas a morir.
— ¿¡Qué!? —se levantó de un salto.
—Dentro de dos semanas no despertaras. Algo malo crece dentro de ti, es inevitable.
—Pero Madame… algo se debe poder… algún remedio… por favor se lo suplico, por favor. ¡Ayúdeme! No le pido más, quiero seguir viviendo…
—Puedo hacer una última cosa, esta vez no te va a salir barato.
—Madame, haré lo que sea, por favor… no quiero morir —Empezaba a llorar—. Lo qué sea.
—Está bien. Pero no hay vuelta atrás…
La bruja le dijo lo que quería.
Alberto la había escuchado muy bien. Ese día salió de la cabaña inclinada, y no regresó a su casa sino hasta que la noche se tupió de estrellas. Caminó de regreso al pueblo, cabizbaja, retorciéndose por los espasmos, maullando de dolor. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, frías. Cavilaba. La decisión la había tomado desde que la bruja le dijo su propuesta. Desde entonces, decidió. Por la mañana, regresó a casa.
Su hija la recibió con los brazos abiertos, llorando. Lloraba creyendo que jamás volviera ver a su padre. Pero ahí estaba. De vuelta. Haría justo lo que la bella mujer le había dicho.
El sol había salido. Se dirigía a la cabaña de pisa. Las lágrimas le brotaban en torrentes. Iba con paso apresurado, arrastrando los pies y batallando. El dolor era ya irresistible, sus tripas se retorcían, se hundían y luego se expandían. Llegó. La hermosa mujer lo recibió con gran felicidad, no por verlo a él, sino porque había llevado con él justo lo que le había pedido. Le entregó a su hija, no la volvió a ver nunca.

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