Cómo la vida misma - por Carmen

Decidí ir a visitar a la bruja que se escondía en el despacho de la planta 13. Estaba cansado de que pasaran por encima de mí una y otra vez. No lo iba a consentir más. Cogí el ascensor y mientras los pisos iban iluminándose en el panel, mi cabeza era una olla a presión buscando el discurso que iba a arrojarle encima:
“Llevo quince años trabajando como nadie para esta empresa y ese ascenso era mío, no del cantamañanas de Darío Bejarano… …” -me repetía insistente.
Se abrieron las puertas del ascensor y salí al amplio pasillo que recorrí a grandes zancadas hasta llegar al departamento de recursos humanos. Sin saludar a Teresa, la secretaria, abrí bruscamente las puertas de la cueva de la serpiente.
“¡Aquí estás víbora! Sentada en tu sillón decidiendo sobre la vida del resto de empleados. Maquinando como joderles la existencia”- me decía mientras la ira ascendía gradualmente. Un calor sofocante subía hacía mi cara crispada en un rictus diabólico, los ojos inyectados en sangre y las manos heladas.
Me acerqué hacía la mesa donde estaba sentada. Ella viendo mi aspecto se levantó sobresaltada e intentó calmarme pasado el momento de desconcierto. Me sujeté en sus brazos, no lograba articular las palabras, sólo conseguí emitir un gruñido gutural y en un espasmo de todo el cuerpo le vomité todo lo que llevaba dentro.
Sí, literalmente, le vomité el desayuno, café con leche y tostada de pan con tomate, encima de su carísimo traje sastre color pistacho. Lo que siguió a continuación lo viví dentro de una bruma: carreras, gente gritando, nervios, mascarilla de oxígeno, un pinchazo en el brazo y… la nada. Desperté en un box de urgencia del hospital provincial con el cuerpo dolorido y una profunda angustia en la boca del estómago.
La pérfida creyó que víctima de un síncope había acudido hasta ella en busca de ayuda. Evidentemente del motivo que originó tal desbarajuste no volví a hablar.