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¿POR QUÉ TE DEMORASTE? - por Nancy Eliana

¿POR QUÉ TE DEMORASTE?

-¡Vuelve a casa inmediatamente, Patty se ha movido!- escuché al otro lado del teléfono y no dudé un instante en salir embalada del trabajo rumbo a mi casa. Con el corazón palpitante a mil por hora, recorrí presurosa el corto trecho que me separaba; la frase “¡se ha movido, se ha movido!” martilleaba mi cabeza. No podía creerlo. Un atisbo de alegría iluminaba mi rostro, pero algo en mí se negaba a creer y las dudas como aves carroñeras carcomían mi cerebro. Empujé la puerta de entrada y me zambullí como una enajenada a su dormitorio. Allí estaba mi niña, rodeaba de muchas personas amigas, con su suéter azul y el cabello suelto, recostada en su cama aterciopelada, preciosa como ningún otro día, pero inmóvil y quieta con los ojos cerrados. Todo mi febril entusiasmo cayó sepultado en un abismo en contados segundos al darme cuenta de la falsa alarma. Nuevamente las “reacciones involuntarias” como consecuencia de su estado de coma me martirizaban una vez más, conduciéndome a un estado calamitoso e irremediable.
Cuando todos se hubieron retirado me quedé a solas llorando, otra vez su estado, ya no me importaba que me vieran, mis lágrimas rodaban una tras otra empapándome el rostro, de repente algunas le cayeron humedeciéndole, pero ni se daba cuenta porque si así fuere, hubiera gritado “no me mojennn” con esa vocecita graciosa que solía emitir cuando jugaban a los carnavales con sus primas. Me quedé dormida a su costado y si no fuera por mi hermana habría permanecido muchas horas más a su lado.
-¡A ver, dónde está la enferma!-masculló la sanadora que había traído mi hermana como último recurso del médico. Llevaba una pañoleta blanca en la cabeza y un mandil del mismo color bien planchado y sin arrugas. Se acercó a la paciente y se quedó mirándola unos segundos, luego levantó los brazos a la altura de sus hombros y balbuceó unas palabras indescifrables con los ojos cerrados. Una tensión asombrosa se apoderó de la habitación. De la ventana se colaba un aire fresco con olor a geranios, hierbas y humus que apaciguaba los nervios alterados. Tenía mucha fe en la sanadora; los comentarios sobre sus actos milagrosos me persuadieron y era capaz de humillarme a sus pies para que despertara a mi hija de ese letargo. Había permanecido casi dos minutos con los brazos estirados, sin moverse, concentrada; luego oraba mirando al altísimo y otra vez el balbuceo. De pronto un leve destello se apoderó de la enferma, casi imperceptible, fugaz, pero tan apacible.
-¡Es la señal-gritó la sanadora, mirando complacida a los espectadores que atónitos nos mirábamos sin creer. De un salto, sin medir las consecuencias, presa del más tierno y perturbable sentimiento, me lancé a los brazos de mi hija, pronunciando su nombre, imaginando su evidente despertar.
-¡No señora, no lo haga!-rugió muy tarde la sanadora. Yo ya estaba encima de la enferma y la sanadora estrujándome los brazos, apartándome sin compasión de mi hija. Me sacaron a rastras de la habitación presa de un incontenible llanto. Ignoro cuánto tiempo me dejaron dormir después del incidente. Desperté confusa, no recordaba lo sucedido y, cuando poco a poco las imágenes aparecían en mi mente como fotografías corrí a su habitación segura de encontrarla despierta sentada en su cama, abrazada del conejo blanco que tanto quería, diciéndome “Mami, por qué te demoraste” y, yo dándole gracias a Dios por el milagro concedido. Empujé la puerta trastocada y, ya no estaba, no había nadie. Su cama vacía de súbito ensombreció la habitación. Creí morir de la angustia, la respiración se me detuvo y, los pensamientos se me atropellaban de la desesperación. En ese instante el sonido del teléfono me despertó a la realidad. Era mi madre que me llamaba urgente al hospital. En contados minutos ya estaba en la puerta de su habitación. Me detuve unos segundos para prepararme para la buena o mala noticia que recibiría. Me topé con la sanadora en el umbral:
-¡Señora, allí le entrego a su hija, que desfachatez de su parte!-se retiró haciéndome un gesto malicioso. Entré y, lo que vi nunca voy a olvidarlo, mi preciosa niña sentada al borde de la cama.
-¿Por qué te demoraste? Dijiste que no te tardarías…

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