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AL DESPERTAR - por Aitor

Los gritos de los niños me despertaron. Corrían de aquí para allá, como pequeñas bestias liberadas. Una mujer trataba de mantener el control, sin resultado. Un esclavo perforaba la pared con un extraño y ruidoso artilugio. No sabía donde me encontraba. Era una pequeña sala iluminada tenuemente, aunque no podía ver ni velas ni antorchas.

Intenté levantarme, quería salir de allí, sin embargo, las piernas tenían una opinión distinta. Tampoco los brazos ni la cabeza me respondieron. Mi cuerpo se amotinaba contra mi mente. Los niños se arremolinaron a mi alrededor mientras aquella fémina les hablaba. Yo no podía entender que les decía. Uno de ellos posó la mano sobre mi rodilla y fue reprendido, pese a que no sentí nada en absoluto. Todo era muy confuso.

Cuando se fueron, llegaron más esclavos y empezaron a instalar un espejo frente a mí. Entonces, sobre la superficie de cristal, se dibujó una imagen y pude ver mi rostro de nuevo, grisáceo, sin vida, cubierto por surcos. Me horroricé y quise gritar, pero mi boca, unida a la rebelión corporal, permaneció callada y la voz se perdió en las entrañas. ¡Mi piel era de piedra!

Y en ese mismo momento recordé los temblores, la explosión, el cielo azabache, el agua envenenada, los gritos, el pánico, las carreras a ciegas en pos de la supervivencia. Busqué huir de aquel infierno, como todos, pero me fue imposible. No veía nada y tras moverme a ciegas, trastabillando, encontré un rincón de la casa. Hacía mucho calor, me asfixiaba, me puse de cuclillas y poco a poco me dormí.

Anduve perdido en el reino de Morfeo hasta que de pronto, el aire se tornó fresco, las sombras se dispersaron y el silencio enmudeció. Al recuperar la consciencia, vi unos esclavos con palas dando gritos de júbilo. Se acercó quien parecía ser su dueño y me examinó. Luego felicitó a los hombres y se marchó. Entonces me desenterraron con cuidado de aquel lecho ceniciento, me tomaron las medidas, me limpiaron e hicieron dibujos. Me metieron en una caja y me volví a dormir. Esta vez el sueño fue más corto. Los gritos de los niños me despertaron.

Examiné mi reflejo atentamente, como si quisiera o esperara encontrar un último retazo de vida. Pensé en mis familiares, en mis amigos, en mis vecinos, pensé en ella. ¿Qué habría sido de ellos? ¿Habrían padecido un destino similar? No obstante y por toda respuesta, los días empezaron a pasar como si nada. Al alba llegaban los visitantes, me miraban con curiosidad. Muchas de las veces venían acompañados por alguien que les hablaba largamente. Al anochecher desaparecían todos y por única compañía tenía el sonido de unos zapatos sobre el suelo de madera. El calzado de mi carcelero, quien siempre pasaba delante de mí sin prestarme atención. Debía de ser al único a quien que no interesaba. Y esto aún complicaba más el hecho de entender mi situación.

Evitaba hacerme preguntas para las que, óbviamente, no iba a conseguir respuesta y así la situación se hacía más sostenible. Me instalé en una cómoda rutina. Me quedaba allí, muy quieto y derrotado por mis extremidades. Una mañana volvieron los esclavos con una caja. Al abrirla, vi que era una mujer en una situación parecida a la mía. Y de nuevo volvieron las preguntas. Quería saber a qué nombre respondía, dónde había vivido, cómo había sido su vida. Pero claro, sin poder hablar, las preguntas estaban destinadas a marchitarse en mi mente.

Todo cambió cuando escuché una voz que llamaba mi atención. Era su voz, aunque reconozco que en un principio pensé que me había vuelto loco definitivamente. Se llamaba Julia, yo le dije que mi nombre era Claudio. Sin mover los labios, nuestras mentes podían comunicarse desde la distancia. Así supe que ella también había sufrido la ira del dios Vulcano, la misma que había arrasado nuestra ciudad en unas horas. La misma que nos había condenado a la eternidad.

Nunca la había visto antes, puede que nuestras miradas se cruzaran un día en medio de la calle, sin prestarnos atención. Puede que, de alguna manera, sabíamos que tendríamos toda la eternidad para hacerlo. Le pregunte por ella, tal vez la conociese o supiese su destino. Nunca la había visto. Así supe que la había perdido para siempre y ahora me deparaba una eternidad para existir solo. Vi la sonrisa de Julia, que se dibujaba en su rostro pétreo. No sé si fue mi imaginación, pero yo también sonreí.

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1 comentario

  1. 1. Carlso Dauro dice:

    Me ha sorprendido gratamente tu historia, bien narrada y diferente, eso la hace especial. Enhorabuena y felicidades, de verdad.

    Escrito el 8 diciembre 2013 a las 21:21

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