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La mina - por Nana Muriana

Crack… algo se había roto bajo su pie izquierdo. Se quedó detenido sobre el sonido metálico, intenso. Un sudor frío ascendió por su pequeño cuerpo hasta erizarle la piel de los brazos. Sabía lo que era, no se podía creer que le hubiera sucedido a él ¿Cómo era posible? ¿Sería realmente el fin? Su mente atónita no era capaz de comprender que ya no había vuelta atrás. Todo había acabado. ¿Todo había acabado? Un hormigueo recorría su organismo estático, temeroso de cualquier movimiento. Pronto se convirtió en un temblor insistente que asomado a sus finos labios luchaba por extenderse. Tuvo miedo. Si se movía moriría, estallaría en mil pedazos. ¿Cómo le podía estar pasando esto a él?

Su madre. ¿Qué pensaría su madre?. Ella, que constantemente le repetía que no cruzara el campo al volver del colegio, que siguiera el camino, aunque fuera más largo. Su madre temía al campo mucho más que a los soldados.

– Los soldados se ven venir, las minas no – le solía decir mientras recogía los restos del desayuno.

Su familia ya había sufrido una pérdida por culpa de las minas. Gervasio, su tío, campesino de sangre, se negó a abandonar sus tierras a pesar de la amenaza. Gervasio decía “La muerte se esconde tras las formas más inimaginables, pero yo no sé de nadie que halla muerto recogiendo cebollas”. Fue el primero.

No era una muerte común en su pueblo. Ningún niño había fallecido hasta ahora, tan solo algún campesino, algún soldado, alguna vaca. Gervasio formaba parte de esa lista de víctimas olvidadas. Él era muy pequeño cuando sucedió, no comprendía porqué su madre estaba tan traumatizada, tan insistente desde entonces en que no jugara en el campo, que no lo atravesara.

Y ahora estaba allí, solo, esforzándose por no temblar, consciente de que estos eran sus últimos pensamientos, sus últimas sensaciones. Recordó esa misma mañana. Su madre llevaba una camisola azul con bordados primaverales. Estaba despeinada. Le había preparado una leche caliente y él, que llegaba tarde al colegio, se había quemado la lengua.

– ¡Cuántas veces tengo que decirte que te bebas la leche al final!

Todavía podía sentir las burbujitas que la quemadura le había dejado. “Pobre mamá, ¡Si supiera que ya no volverá a verme!”. Una lágrima bajó por sus rellenos cachetes y cayó a la tierra, perdiéndose entre la hierba.

“¿Y si pusiera una piedra sobre la mina, de modo que no se active al desprenderla de mi peso?” Lo había visto en una película, varios soldados trataban de salvar la vida de un compañero en una escena que no tuvo un buen final. Le gustaba esa película. Gritó. Su voz sonó ridícula ante la inmensidad de la llanura. “Tal vez pueda al menos despedirme de ella”. Volvió a gritar. Unos pájaros escondidos entre la hierba alzaron el vuelo. Los observó hasta que desaparecieron en la copa de un árbol. “Ojala fuera yo ese árbol” pensó “así no tendría que moverme para sobrevivir y podría continuar viviendo”.

Imaginó cómo sería recibida la noticia en su casa, en su clase, en el pueblo. Se recreó pensando en la cara de incredulidad de sus compañeros, en las ceremonias que harían en su honor, su nombre escrito en la lista en la que figuraba su tío. El mundo continuaría, su rutina de amanecer y anochecer. El árbol que observaba, aquel en el que se habían ocultado los pájaros, seguiría creciendo, mudando sus hojas, dando sus frutos. Sus compañeros también crecerían, se harían mayores. Su madre los miraría deseando que fuera él, que nunca hubiera pasado lo que ahora pasaba, lo que tenía bajo su pie, su muerte anunciada que sólo él conocía ahora mismo y que en breve dejaría de conocer pues ya no existiría.

Volvió a gritar pero esta vez ningún pájaro alzó el vuelo. Miró el cielo despejado, no parecía muy divertido. Con todas las cosas que había en la tierra el cielo se presentaba como un destino vacío, desolado. Observó el infinito de la llanura, la helada brisa que rozaba sus brazos anunciaba la llegada del otoño. Le gustaba el otoño. Ya no lo vería más. Se estremeció. “Tengo que dar el paso. No puedo quedarme eternamente paralizado sobre esta mina. Yo no soy ese árbol. Adiós mamá. Adiós mundo”.

Avanzó…crack…estaba vivo. Estaba vivo. Miró atrás. Una lata oxidada, destrozada ahora. ¡Estaba vivo! Corrió por el campo, sin miedo, la muerte no le podía alcanzar dos veces en el mismo día.

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5 comentarios

  1. 1. Enrique dice:

    Muy bueno, mantiene la tensión hasta el último momento. Enhorabuena.

    Escrito el 29 noviembre 2013 a las 09:41
  2. 2. Aurora dice:

    Bravo. El final no me lo esperaba, y me ha hecho sonreír, más después de todo el dramatismo del resto del relato, qué angustia, por Dios. Genial, perfecto de principio a fin. Enhorabuena.

    Escrito el 2 diciembre 2013 a las 16:37
  3. 3. Claudio Anibal dice:

    El mejor que he leído de todos! Increíble atmósfera! Felicidades!!!

    Escrito el 4 diciembre 2013 a las 16:31
  4. 4. Servio Flores dice:

    Que buen cuento! De inicio metido en un problemón y el final perfecto!
    Felicidades!

    Escrito el 24 diciembre 2013 a las 04:44
  5. 5. Carmina Flores dice:

    Muy bueno! Un contenido lleno de tensión con un final cargado de oxigeno. Felicidades!

    Escrito el 26 diciembre 2013 a las 03:53

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