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Clase magistral - por Ela

«En la eternidad no existe ni el pasado ni el futuro, sólo el presente».
La misma rutina de todos los días. El conserje encendiendo las luces de la sala, el guardia de seguridad haciendo la primera ronda de la mañana, la chica del servicio de limpieza pasando el plumero.
Me veo reflejado en una especie de espejo que hay frente a mi.
—Otra vez se me olvidó peinarme —Es la única reflexión que se me ocurre hacer—. Creo que estoy perdiendo facultades.
Oigo risas. Ya están estos dos con el tonteo. No sé que le ha visto esta chica a ese necio. Ella es inteligente y bonita y él es un bucéfalo que por cerebro sólo tiene músculos. Cualquier día los despiden y luego se quejarán.
Las visitas comenzarán en breve. A ver si hoy tengo más suerte y encuentro a alguien que quiera dialogar un rato conmigo.
—¡Eh, chico! —Así trato de llamar la atención del niño que pasa junto a mi.
Me ha oído. Se para. Me mira, primero con curiosidad, luego con cara de asombro y por último, sale corriendo despavorido.
—Es lógico. ¡Con estos pelos que tengo los pobres niños me tomarán por un loco!
Estoy con esta secuencia de pensamientos, cuando se oye una nueva algarabía.
Vienen tres o cuatro corriendo. ¡Me van a caer! Pero no, no me caen. Me esquivan con una gran pericia. ¡Qué maleducados son! No me piden ni una sola disculpa.
Esta vez no abro la boca y observo. Entre tanto niño, hay uno que atrae mi atención. Me recuerda a mí, cuando pequeño: retraído, fuera de lugar.
—¡Hola! ¿Cómo te llamas? —le digo.
El niño me mira con curiosidad, me rodea y, ¡estoy de suerte!, no huye.
—¡Hola! —me dice.
—¿Cómo te llamas? —Le repito.
—Albert —Su mirada, llena de expectación, me colma de orgullo.
—¡Anda! ¡Igual qué yo!
Lo miro y veo que tiene una pequeña pelota en las manos. Se me ocurre una idea.
—¿Jugamos? —Esta vez el chico sí me mira con cara de asombro.
—Aquí no podemos jugar. Me ganaría una bronca…
—¡Vale! ¡No importa! —le digo de malas maneras.
Enseguida me arrepiento de como le he hablado.
—No te enfades, por favor.
Me sonríe y me tiende la mano ofreciéndome la pelota.
—No, no me la des. ¡Hazla rodar! —Quiero impartirle una clase magistral que no olvidará nunca.
El pequeño se agacha, va a hacer lo que le he dicho, cuando, justo en ese momento, lo llaman.
—Tengo que irme.
No quiero que le regañen, así que me despido.
—¡Gracias! —No quiero llorar, pero una lágrima brota de mis ojos y corre por mi mejilla.
—¡Seño! ¡Seño! —llama a su maestra—. ¡Ese señor está llorando! —dice señalando con su dedito hacia mí.
La maestra se gira y, al ver hacia donde señala Albert, lo mira con mala cara.
—Pero, ¿qué dices? Voy a tener que hablar con tus padres. ¡¿Otra vez estás con tus fantasías?!
Albert sigue insistiendo.
—Seño, ¿no le ves las lágrimas?
Ante la insistencia del chico, se acerca y me mira.
—Debe de ser humedad —dice mirando hacia el techo y dirigiendo, nuevamente, la vista hacia mi—, ¡¿desde cuándo lloran las figuras de cera?!

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