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Las trece llaves - por Agostina

El autor/a de este texto es menor de edad

Desde pequeña, cada vez que visitaba a mi abuela me contaba una de sus nuevas supersticiones. Yo siempre la escuchaba con atención, me interesaba en el tema de la suerte y cada vez que traía nuevas me las aprendía. Aun que, en verdad, nunca les hice caso. Siempre pasaba por debajo de escaleras, o tiraba sal a propósito a la mesa. Pero nunca en frente de ella, por que estaba tan convencida de esas cosas que me daba miedo que, por estar cerca de ella, pasen cosas malas.

Hoy a la mañana me ocurrió una cosa muy extraña. Me llega una carta con la dirección de la casa de mi abuela, la cual ella dejo diez años atrás y fue vendida en una subasta. La señora que vive en esa casa me la trajo y me dijo que la había encontrado hace poco bajo el almohadón del sillón principal. En ese sillón nos sentábamos nosotras dos y ella me contaba sus historias y sus creencias. Abrí la carta y no podía creer lo que estaba leyendo. Era una carta de mi abuela que me decía que tenía que ir a un café y reunirme con un señor pelado que me iba a dar muchas indicaciones. Me dijo que haciendo lo que estaba haciendo estaba rompiendo muchas reglas del cielo y que todavía estaba en la tierra, en un estado de trancisión. No encontraba la manera de despedirse y con este juego creyó que lo podía lograr.

Así que me encuentro aquí, en la esquina del café donde me dijo que me reuniera con el pelado. Lo estoy viendo y me esta viendo pero ninguno toma la iniciativa de ir hacia el otro. Finalmente cuando la tomo yo, el también lo hace así que me freno y dejo que él lo haga. El lo hace y lo único que me da es un cuaderno y una lapicera. Lo abro y leo que contiene trece direcciones, todas de Buenos Aires, Argentina que, casualmente, están cerca de mi casa. En la parte de atrás del cuaderno encuentro trece llaves pequeñas, aunque sin número y me pregunto para que sean. Soy una chica aventurera así que, sin miedo, encaro hacia la primera calle: Avenida Cabildo. Encuentro la altura que me marca y entro al edificio. La puerta parecía cerrada, pero la empujo un poquito y las barras de hierro negro rechinan, dándome un espacio para poder entrar. Cuando voy a llamar a portero encuentro un papel que dice: “5A” así que deduje que era el piso y aquí me encuentro. Resulta que hay un candado y yo tengo trece llaves. Intento recordar alguna de las supersticiones de mi abuela. Y recuerdo una: “Si tenés que elegir una llave para abrir una puerta, entre un número impar de llaves, una sorpresa te va a esperar al otro lado del camino.” Ese es el problema con la suerte. Uno no sabe si es buena o mala. Ahora mi suerte depende si al otro lado de la puerta me sorprendo o me asusto. Si quiero quedarme o correr. Es como escapar de un laberinto. Uno nunca sabe si doblando a donde tu instinto le indica llega a la meta o se pierde. Pero hay que jugarse. Y ese instinto me dice que entre. Pruebo cada una de las llaves hasta que la octava es la que va.

Del lado de adentro, lo único que escucho es a alguien escribiendo en una máquina de escribir vieja y lo único que veo es la espalda de ese hombre. La habitación es oscura y, de no ser por el escritor, hubiera estado vacía. Cuando el se da vuelta, veo su cara toda con hematomas y partes en donde la carne queda visible. Se acerca a mí, con lo que sea que estaba escribiendo y me lo entrega. Dice así:

“Sos una chica inteligente, pensas las cosas dos veces antes de actuar, ¿por qué entraste? Vení”

El señor está apuntando con un arma. Se escucha un disparo.

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