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Providencia - por Luciole

Marta no duerme. Está cansada, pero no deja al sueño entrar en su cuerpo. Acostada en la cama, cierra sus ojos por unos breves momentos. Siente el peso de sus piernas, la inmovilidad de sus manos, la música incesante de su corazón, pero nunca dura más de diez segundos. De repente, abre de nuevo los ojos y observa el techo, atenta, al acecho del menor ruido. El sol ya empieza a reemplazar la luna. Marta se levanta y abre las persianas. Un rayo de sol entra, creando una línea de luz amarilla a través de la cama. Marta se queda varios minutos mirando el polvo bailar, iluminado por la luz cálida del sol. ¿Cuánto tiempo había pasado sin hacer esto? Se deja caer despacio hacia el suelo, apoyando la espalda contra la pared. Las ideas chocan contra su mente. La mirada en el vacío. Por primera vez, Marta se da cuenta de su evolución, y se siente bien. Se acuerda del largo camino hecho desde este día.

~

Fue un lunes. Llegaba tarde. El jefe esta vez no me perdonará – pensaba. Corría por su gran casa vacía. Vaqueros, camiseta, zapatillos, café, llaves, bolsa. Ya está. Corría esta vez por la calle, evitando decenas de personas. "Perdón". Miraba su reloj – no conseguiré coger el bus. Faltaba poco, ya estaba en el cruce con la calle Mayor. Giró a la derecha. Aquí estaban. Los obreros daban una nueva vida a la vieja librería del señor Martín. Obras, escalera de mano hasta la cima del edificio. Marta miró por la calle. Era imposible evitarlo, tenía que pasar bajo la escalera, o nunca llegaría a tiempo. Malditas supersticiones. Mientras vacilaba unos segundos, un hombre con traje -visiblemente más apresurado que ella- la empujó con cierta violencia. “¡No te quedes aquí, mujer! ¿No ves que molestas?” Perdió el equilibrio, cayendo sobre la escalera. Las heridas no fueron graves. El choque fue psicológico. Los recuerdos amargos explotaban en su mente, como bombas. Madre, abuela, preocupaciones enfermizas con las supersticiones… Los castigos cuando, de niña, desobedecía a sus advertencias… Las lágrimas… Fue un chaos de miedo y angustia en su cuerpo. No podía parar de sentir este sentimiento de temor. “Crisis de pánico” dijeron los médicos. “Unos días en casa y ya estará bien”. No sabían que sería respetado al pie de la letra.

Caminó cada vez más rápido hasta correr por la calle, haciendo el camino al revés: esta vez la meta era volver a casa. Oía pasos tras su espalda. Empujó a varias personas, tenía que escapar de estas sombras que la seguían. El temor le retorcía el estómago. Cada mirada, cada risa tenía algo sospechoso. Hombres leyendo el periódico en la terraza la miraban discretamente. Se sentía perseguida, espiada por todo el mundo y por nadie a la vez. Cambiaba de acera; miraba hacia atrás. "Cada uno de ellos tan sólo espera el momento justo para actuar" pensó. Comenzó a respirar más deprisa, temblaba. Cuando por fin llegó a casa, no se sentía aliviada. "Todavía pueden entrar". Puso un viejo candado en la puerta. A partir de este momento, Marta entró en un mundo aparte. Nunca salía. Casi no comía, no vivía. El temor la mataba. Las supersticiones y creencias que le habían inculcado de niña ocupaban cada pensamiento. Sin embargo, había encontrado un medio para aliviarse el alma de toda esta angustia: escribía cada día. Leía sin parar a sus escritores preferidos. Los efectos ya se hacían sentir. Su comportamiento mejoraba hasta que el miedo acabó por desaparecer totalmente, como atrapado en las hojas ensombrecidas por su delicada escritura.

~

Ahora Marta, mirando el rayo de luz, se siente de nuevo capaz de enfrentarse al mundo. Coge el coche, y sale de casa. Libertad. Al girar el cruce se sobresaltó y cerró los ojos durante una fracción de segundo. Dos gatos negros estaban sentados, mirándola. Una ola de terror invadió Marta. Aparcó un momento el coche y casi inmediatamente le entró una fuerte risa. Se sentía tonta. "¿Qué pasó para que las supersticiones alcanzaran tanta importancia en mi vida como para influenciar mi comportamiento y destruir mi mente?" Se puso en marcha de nuevo, pasando por delante de los gatos. "¡Malditos sean!" – pensó, sonriendo. De repente, un coche surgió de ningún sitio. Marta no tuvo tiempo de pararse. El choque fue terrible. Antes de cerrar por última vez los ojos, su mirada cruzó el cuadro de instrumentos del coche, con su pálida luz naranja: viernes trece de diciembre.

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