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Contagio - por Diego Djabwa

El Alguacil cerro la verja con una cadena gruesa y un gran candado. Los últimos enterramientos les habían dado la excusa perfecta para cerrar el cementerio cuando de todas formas no cabía nadie más. La peste llenaba las tumbas a la misma velocidad que vaciaba las casas.
Sacó del zurrón un pergamino y lo leyó en voz alta.
-Clausurado por orden de su Ilustrísima, Monseñor Ortiz de Guzmán y Garay. Se prohíbe la entrada bajo pena de excomunión.
Habría dado lo mismo que en vez del decreto del Obispo hubiera bailado una jota. Los cuervos, únicos espectadores , seguían observándole pacientes desde una higuera, a la espera de que la enfermedad, una turba enfurecida o la daga de algún desalmado convirtieran a aquel hombre en su próximo almuerzo.
El Alguacil comenzó a caminar aferrándose a su pata de conejo y cuidándose mucho de no hacer ningún movimiento brusco. No podía arriesgarse a que aquellas aves alzaran el vuelo.
Llegó a las puertas de la ciudad y se disponía a franquearlas cuando vio a Jonás, un pordiosero tuerto y medio cojo que vivía extramuros de la poca caridad que aun albergaban algunos de los habitantes. No entendía como conseguía sobrevivir mientras familias enteras mucho mas piadosas y temerosas de Dios sucumbían a la enfermedad. Estaba convencido que recibía ayuda de sus espíritus familiares, pues por animales del demonio tenía el Alguacil a aquellos gatos que siempre le acompañaban. Por temor a cruzar su mirada con Jonás, se escabulló entre un pequeño grupo de médicos de la peste que salían de la ciudad. Siguió hasta la plaza del mercado y antes de llegar, quiso entrar en un callejón estrecho que iba a dar directamente al palacete donde se alojaba el Obispo, pero una escalera que ocupaba todo el ancho de la calle se lo impidió. Un muchacho subido a ella pintaba cruces blanca en los postigos de las ventanas de una casa, señalando así que sus moradores habían contraído la enfermedad. El Alguacil reconoció el edificio. Allí moraba un escritor que bajo el mecenazgo del Conde había estado causando algún revuelo al recuperar ciertas herejías ya olvidadas traídas de la ciudad de Santiago. Castigo de Dios sin duda. El Alguacil dudó. Solo podría pasar por debajo del muchacho y no estaba dispuesto a hacerlo. Durante los seis meses que duraba la plaga había tenido mucho cuidado de no atraer la mala suerte, y seguía vivo. Tendría que elegir el camino largo. Giró sobre sus talones y se adentró en la plaza. Sorteando penitentes, mendigos, y enfermos entró en la calle de los zapateros, la recorrió hasta el final y llegó al palacete del Obispo. Entró sin llamar y se dirigió directamente al salón que hacia las veces de comedor, despacho y sala de recepciones. Avanzó hasta situarse a pocos metros de una mesa rectangular en al que el Obispo y varios prelados daban cuenta de una opípara comida.
-Monseñor – se presentó el Alguacil.
El Obispo hizo un ademán con la mano para que se acercara, derribando un salero y esparciendo su contenido sobre la mesa. El Alguacil, con la velocidad del rayo, se apresuró a colocarlo y a arrojar un puñado de sal por detrás de su hombro.
-¿A cuantos hemos enterrado?
-Siete brujas, un endemoniado, un hereje y cuatro judíos – respondió el Alguacil.
-¿Cuantos hacen en total?
– Doce más uno, Monseñor.
– Ahí lo tenéis – dijo el Obispo acercándose al Alguacil. -Es incapaz de decir el número.
– Esta pobre gente – comenzó a decir un dominico desde un extremo de la mesa – es incapaz de abandonar esas supercherias de paganos. No pueden entender que solo el temor a Dios y la observancia de los preceptos que la Santa Madre Iglesia nos enseña, y que nosotros seguimos con total humildad, pueden salvarnos del caos y la destruccion que nos amenazan en estos tiempos oscuros.
El Obispo apoyó una mano sobre el hombro del Alguacil con condescendencia y le entregó un viejo rosario con cuentas de madera sin barnizar.
-Toma, para que te proteja. Reza por la salvación de todos y Dios te ayudará. Ahora regresa a tu hogar y descansa. Te haré llamar si te necesito.
El Alguacil, sin saber que decir, asintió con la cabeza, se despidió y abandonó la estancia con el rosario colgando del cuello. El Obispo se dirigió a la mesa, propinó un puntapié a una rata que saboreaba unas sobras del desayuno, se sentó y pidió el postre.

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2 comentarios

  1. 1. Emmeline Punkhurst dice:

    Muy bien ambientado y escrito

    Escrito el 29 diciembre 2013 a las 00:29
  2. 2. onirico dice:

    Muy bien relatado y recreado el ambiente y los personajes.
    Me gustó.Hermoso pie para una novela .

    Escrito el 7 enero 2014 a las 17:25

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