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La fosa perfecta - por Saray Pérez

De camino al trabajo, Lorenzo Buenavista siempre confiaba en que la espesa niebla que le recibía cada mañana desapareciera conforme el sol impusiera su presencia a lo largo del día. Sin embargo, ese acontecimiento que Lorenzo Buenavista anhelaba jamás ocurría, y aquella atmósfera lechosa y húmeda que todo lo envolvía le arañaba la cara y de nuevo le calaba hasta el tuétano. Pero eso a Lorenzo parecía no importarle, no esa mañana del trece de enero. Desde que se despertó de madrugada, inició su particular ritual con una energía extraña, una fuerza mecanizada pero casi inconsciente, como si algo fuera de él le ordenara cada unos de los estrictos movimientos que debía ejecutar. “Levántate, apoya tu pie derecho sobre el suelo. Está frío. Apoya a continuación el pie izquierdo, incorpórate. Nunca lo hagas al contrario, eso tendría terribles consecuencias. Descorre la cortina, mira por la ventana. Niebla. Pronto el sol la disolverá, seguro. Observa ese gato negro que se cruza de repente delante de tus ojos. Se ha detenido durante unos segundos y te mira fijamente; luego, desaparece. Corre la cortina de nuevo. Vístete, date prisa”. Lorenzo Buenavista comprendió enseguida cual era su misión y se apresuró a completar su particular compendio de rutinas. Desde que vio a aquel animal horrendo por la ventana, supo que hoy no sería un buen día por lo que se sentía ansioso por emprender su camino al trabajo con el fin de poner remedio a semejante infortunio. A pesar del entumecimiento de sus músculos y un ligero calambre en el estómago, salió de casa con el pleno convencimiento de que el mal presagio se corregiría con la realización perfecta de una tarea concreta.
Lorenzo Buenavista llegó al camposanto de la ciudad, su lugar de trabajo, tan rápido como pudo. Era enterrador. Se dedicaba a cavar fosas para recibir personas difuntas y luego, mediante una serie de destrezas adquiridas durante años, se dedicaba a echarles tierra encima hasta que quedaban totalmente sepultadas. De ahí a la eternidad. Lo cierto es que nunca estuvo seguro de cuando se inició en este oficio, tan solo recordaba que su padre, el también enterrador Sr. Luis Fernando Buenavista, lo llevaba de chico al cementerio y le insistía con argumentos y complejas sabidurías: “Es esencial la medida de la fosa, Lorenzo, tan importante como su profundidad. Si la haces demasiado grande el ataúd queda perdido en medio del hoyo y eso, hijo mío, está muy mal visto. Pero si la haces demasiado pequeña entonces el ataúd no cabe, se ve obligado a entrar de punta y entonces corres el riesgo de que la tapa se abra y de que el muerto caiga de bruces a la fosa. Y eso es señal de mal augurio, Lorenzo. Nunca permitas que eso ocurra porque si no, la suerte de los allí presentes quedará marcada durante años y la tuya también. Sin embargo, si logras una fosa de proporciones perfectas entonces todo queda arreglado. El ataúd encajará de forma armoniosa y tu corazón se hinchará de orgullo. No lo olvides Lorenzo. La medida de la fosa es la clave de tu destino y su exactitud la diferencia entre vivir bien o vivir mal”.
Distraído con estos recuerdos, Lorenzo Buenavista no se dio cuenta de que el candado de la verja del camposanto estaba abierto y que por tanto, la llave que ya había sacado de su bolsillo no era necesaria. Un candado abierto. Vaya, eso no arreglaba demasiado las cosas. Se pasó la mano por la frente, haciendo el amago de limpiarse un sudor inexistente y entró dentro. La pastosa bruma recorría las lápidas y acariciaba las tapias de los sepulcros. Debía ser rápido, hoy se esperaba el sepelio de un conocido escritor y pronto llegaría la comitiva oficial, el desfile de familiares y como no, el sacerdote imponiendo cierta solemnidad al acto.
Lorenzo cogió la pala y comenzó a cavar la fosa del difunto escritor con cierto desasosiego, debía estar concentrado para lograr una oquedad perfecta. Cavó, cavó y cavó sin descanso. Penetró tanto en la tierra que pronto todo quedó en silencio. Pero él seguía hincando la pala en el barro pensando en aquel gato negro que le miró aquella madrugada. Hizo una mueca de asco y siguió con su labor. Giró la cabeza hacia arriba y vio, a lo lejos, el hueco de la fosa mostrándole un mínimo punto de cielo níveo. Después, nada.
Qué mala suerte la de aquel día. No importa, pensó. Pronto lograría la fosa perfecta.

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4 comentarios

  1. 1. Emmeline Punkhurst dice:

    Una atmósfera muy trabajada y que logra envolverte e introducirte en la piel del protagonista. Muy buena escritura

    Escrito el 28 diciembre 2013 a las 17:19
  2. 2. Cibeles dice:

    Estoy de acuerdo con Emmeline, muy bien hecho.

    Escrito el 30 diciembre 2013 a las 01:16
  3. 3. Ana Delicado dice:

    Coincido con las compañeras..genial

    Escrito el 30 diciembre 2013 a las 23:32
  4. 4. José Torma dice:

    Un relato muy redondo, tienes una capacidad de sugerir situaciones sin necesidad de describirlas. El final me ha parecido un poco oscuro pero pues es un cuento negro, no tenia porque ser de otra manera.

    Muchas felicidades, me gusto mucho.

    Escrito el 31 diciembre 2013 a las 01:46

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