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AMBROSÍA - por Constanza

AMBROSÍA

No hay peor cárcel para el hombre que la de su propia mente.

* * *

Si encontrase a alguien capaz de comprender mi sufrimiento tendría al menos el consuelo que tanto necesito, pero todos huyen de mí, me esquivan, me temen y me repudian. Me siento tan solo y despreciado… ¡Maldita superstición! ¡Víbora que se cuela en la frágil mente del ser humano y lo vuelve incapaz, timorato e irracional!

Hubo un tiempo y un lugar en que fui feliz. Hace muchos años, demasiados quizá.

La vida me sonreía y yo le sonreía a la vida. Ajeno a toda suerte de penurias, rebosante de salud y satisfecho de mí mismo, vivía convencido de que el mundo entero me pertenecía y me hallaba dispuesto a saborearlo a capricho. Nada ni nadie perturbaba mi horizonte, hasta que…

* * *

Ambrosía era joven como el tierno brote de una flor en primavera, bella y elegante cual mariposa, fresca como una brizna de hierba al amanecer. Entró en mi vida de puntillas, sin hacer ruido, sin premura.

No pude ni quise evitarlo: me enamoré perdidamente de aquel ángel, de aquella mirada de gacela dulce e inocente, de aquellos labios suaves y cálidos como plumas y de aquel cuerpo imposible.
Se convirtió en mi talismán, en mi rosa de los vientos. A buen seguro que jamás escritor alguno tuvo ante sí semejante manantial de inspiración. Los más bellos poemas, las más audaces palabras brotaban de mi pluma sin esfuerzo. Trece versos cada día, trece líneas bastaban para decir lo que ni en trece libros hubiese sido capaz de expresar antaño.

Pronto ya no escribiría sino por y para ella. La necesitaba como a la más adictiva de las drogas. Su boca sabía a miel, a naranja y a canela. Su pelo olía a espliego y azahar. Su piel desnuda tenía el sabor de la fruta fresca… por momentos ácida como el limón, picante como el jengibre, y siempre irresistible como una taza de chocolate cremoso y caliente… Toda ella era un elixir que deleitaba mis sentidos.

No me di cuenta, lo juro. No percibí el peligro, no supe ver la maraña que iba tejiendo en torno a mi persona. Yo pedía y ella me complacía sin límites. Me encaminaba al abismo.

No tardé en desarrollar una serie de extrañas ideas que me atormentaban día y noche. Comencé a imaginar a todas horas objetos punzantes, espejos rotos, animales siniestros, espectros, maleficios… pensamientos oscuros que no hacían sino acentuar mi dependencia. Penetré en un mundo en el que las obsesiones eran mi alimento. Tuve miedo.

Un día ya no fui capaz de hilar dos párrafos con algo de sentido. Había perdido la cordura. Sin embargo ella estaba pletórica, no parecía importarle mi decadencia, más aún, creo que le satisfacía verme en aquel deplorable estado.

Ambrosía, mi amor, mi malvada hechicera… todo me lo dio y todo me lo arrebató. Me meció en su regazo, me mostró un universo inverosímil y mágico, surqué el cielo sobre sus hermosas alas y después…, me dejó caer al vacío sin compasión. Me arrancó el corazón y lo encerró bajo un candado de siete llaves. Mas no conforme con destruir lo poco bueno que alguna vez pudo haber en mí y llevando al límite su crueldad, me hizo su esclavo, pues he de confesar que no cuenta esta historia un infeliz humano, sino un negro y desdichado gato.

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