Cookie MonsterEsta web utiliza cookies. Si sigues navegando, entendemos que aceptas las condiciones de uso.

Do you speak english?

¿If you prefer, you can visit the Literautas site in english?

Apuntes, tutoriales, ejercicios, reflexiones y recursos sobre escritura o el arte de contar historias

<< Volver a la lista de textos

Un pellizco de sal podría no ser suficiente. - por Filias

Cuando conocí a Poveda, el escritor, pensé que quizás después de todo, alguno de los propósitos que había proyectado a principios de año: aprender a nadar, dejar de fumar y buscar pareja —de todos ellos este último el más importante—, podría llegar a cumplirse.
Nos visitó la noche del estreno de su última obra, como un padre tutelando a su hijo. La sala se había llenado por completo, y el público parecía salir satisfecho tras la representación, así que todos juntos (actores y escritor) fuimos a celebrarlo convenientemente.

Desde un principio, el joven autor me pareció interesante además de atractivo. Así, amparada por los buenos augurios de la noche—me había puesto la camiseta del revés; signo inequívoco, según Asun, de que algo bueno estaba por llegar—, no dudé en desplegar todos mis encantos mientras acariciaba perseverante el trébol de cuatro hojas que llevaba plastificado en mi bolsillo.

Toda aquella simpatía dio sus frutos al final de la velada, cuando Poveda me propuso una cena para dos en el Aquamarina tras la función del día siguiente. Acepté con agrado mientras me felicitaba por el último viaje al Puente de los Imposibles donde había prendido a la verja un candado con el deseo de que el lado izquierdo de mi cama no permaneciese vacio por más tiempo.

Enardecida con los últimos acontecimientos, tardé en dormirme aunque finalmente caí en un sueño ligero del que desperté ilusionada y con la sensación de que aquel iba a ser un gran día. Concerté una cita con Asun, mi vidente particular, y realicé cuanto estaba a mi alcance—me levanté con el pie derecho, rocé con la punta de los dedos el pequeño tocón de madera que tenía en la mesilla, y al término de mi plegaria le lancé un beso a San Antonio —, para que la Fortuna me fuera propicia.
Sin embargo, no tardé en dudar de mi intuición ya que tras una torpeza, el espejito que descansaba sobre la consola de la entrada aterrizó en mitad del pasillo haciendose mil pedazos. Y eso significaba mala, muy mala suerte.

Intenté compensar el nefasto augurio en la cocina, agitando el salero por encima de mis hombros, pero juzgué atemorizada que quizás un pellizco de sal podría no ser suficiente para los siete años de mala suerte que pronosticaba el haber roto un espejo. Inquieta y con la cita de la noche en mente, acudí al gabinete de Asun, quien me recibió como siempre, envuelta en incienso.
En la salita donde ya estaba esperándonos el tapete verde y la baraja con los arcanos mayores mezclé nerviosa los naipes que ella dispuso boca abajo y en cruz sobre la mesa. Al destaparlos ceremoniosamente, reconocí sobrecogida una de las imágenes que desafiante y guadaña en mano, reposaba sobre el paño.

—¡Ángela, cariño! No pongas esa cara. Sabes que cada naipe tiene su significado en relación con sus contiguos. Y esto únicamente representa cambios en tu vida.

Suspiré recelosa todavía.

—Son cambios en lo personal… ¿Algo que ver con el agua?

«¡El Aquamarina, por supuesto!», pensé aliviada mientras un aleteo de mariposas invadía mi estómago y mi mente divagaba sobre el atuendo nocturno más adecuado para la ocasión.

Satisfecha después de tan favorable predicción, acudí al teatro llena de energía e indiferente tanto a la mirada oblicua de un transeúnte bizco como a la lluvia torrencial que parecía querer convertir la ciudad en la mítica Atlántida. Aquella noche la representación fue de nuevo exitosa y transcurrió sin contratiempos hasta el segundo acto, cuando nos sorprendió en mitad del escenario una profunda detonación seguida de una tromba de agua que anegó tanto el foso como las tablas e hizo saltar las alarmas de incendio creando —si es que ello era posible— una algarabía aún más caótica.

Bajo la conocida consigna de “¡Salvese quien pueda!”, mis compañeros huyeron en una frenética estampida mientras yo, bloqueada e inmóvil de terror recibía sobre el escenario los involuntarios embistes del reparto que con un último empellón me precipitaron al foso inundado; una trampa letal para mi—recordé con rabia el propósito incumplido—, de la que ya no pude salir.
Curiosamente, mis últimos minutos de vida no fueron una sucesión de momentos significativos de mi existencia, sino la imagen de aquella figura envuelta en una capa oscura que únicamente dejaba al aire sus descarnadas manos mientras sostenía diestramente la guadaña. El naipe número trece que esa misma mañana me había observado certero desde el tapete verde de la salita de Asun.

¿Te ha gustado esta entrada? Recibe en tu correo los nuevos comentarios que se publiquen.

1 comentario

  1. 1. Miranda dice:

    Je, je, muy divertida. Tu si que has hecho una recopilación de supersticiones. Y hasta el final no pense que le fuera a ir tan mal. Pobre.
    Me ha gustado mucho.

    Buscaré más escritos tuyos en los talleres para comentarte.

    Sigue escribiendo. Nos leemos

    Escrito el 1 abril 2014 a las 11:48

Deja un comentario:

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.