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Maldita lluvia - por Gregorio Fernández

Lo busqué en mi bolsillo antes de cerciorarme de que, sin duda, aquélla había sido una muy mala idea. Una propuesta que uno se hace en los días de lluvia cuando desde la ventana ve crecer el improvisado río callejero. Tan acostumbrado uno a no ver más naturaleza que la se esconde en los parques de ciudad, cuando el agua recuerda que todavía hay vida en este mundo, no puedo evitar salir a recibirla. Eso sí, siempre con un paraguas en mano. Introduje mi mano en el bolsillo derecho del pantalón y lo agarré fuerte, todavía dudando de su presencia, como si el tacto no fuese un sentido suficiente para percibir la realidad que me rodea. Pese a ello no pude dar un paso más. Esperé, paralizado, a que la tormenta amainara y que la calma me dijese qué hacer y cómo.

Dejé la taza sobre el escritorio, me vestí y cogí el paraguas. Salí a la calle. Había salido a la calle. Si no hubiese sido por la lluvia, por el rumor de la humedad y el olor del asfalto en transición, quizá habría recorrido el camino inverso y finalmente no habría pisado la calle, como llevo haciendo desde hace seis meses. El paro, la depresión o la pasión del huraño de ser huraño impidieron que no cruzara durante ese tiempo el portal donde recibo a los repartidores de comida, a la cartera y al señor de la limpieza. Abrí el paraguas y caminé bajo la lluvia. Crucé la esquina, me introduje en una nueva calle —por la que pasaba un nuevo río— y caminé. Simplemente, caminé. Si las nubes se hubiesen dispersado, posiblemente no hubiese ocurrido lo que protagonicé y no estaría aquí y ahora.

En mi caminata a ninguna parte, absorto por la lluvia, su frialdad, su olor y el ambiente a tragicomedia que provoca en las aceras, me perdí. Desubiqué mi posición: me desorienté. Y no caí en la cuenta de que andaba perdido en el paisaje urbano que el agua había desenfocado hasta que paré frente a un portal número trece. La angustia empezó a invadir mi estómago con la lentitud de la leche cuando clarifica el vacío en una taza de café. Recordé que no había comido aún y un relámpago tronó bajo el ombligo. Huyendo de aquel número trece busqué en su esquina el nombre de la calle. A penas podía ver nada, pero conseguí leer el cartel. ‘Calle 13, Rue del Percebe’, rezaba la pequeña chapa conmemorativa anclada en la fachada. Sólo pude leer, recordar y derrumbarme con aquel segundo ‘trece’ leído desde la acera en apenas trece segundos de diferencia. Cuando la histeria ya era todo un camión sin frenos, busqué en el pantalón mi más preciada pertenencia.

Un amuleto. Un simple y ordinario amuleto con forma de candado. De hecho, no era más que un candado viejo, símbolo del desastre al que he ido sometiendo a mi vida durante estos meses. En realidad iba a ser un candado común cerrado en algún puente de la lejana Roma al estilo de los lectores de un conocido best-seller. Por supuesto, lo cerraría con ella —con quién si no— para posteriormente arrojar la llave al Tíber y sellar con ese gesto el amor eterno. Olvidé la llave en España y al llegar al dichoso puente encontré el candado cerrado en mi bolsillo. Qué terrible parecido acogía esa escena con la que, sin lluvia, protagonizamos ella y yo en la capital italiana. Bajo el paraguas recordé que en aquél mismo puente romano terminó nuestra relación y comenzó para mí la cuesta abajo de un torrente de infortunios. Allí inicié mi obsesivo interés por las supersticiones. Para un supersticioso empedernido, salir a la calle, cuando hace sol y la calle rebosa de actividad, es toda una condena a muerte. Excepto si te empeñas en pisar cagadas de perro.

Saqué el candado del bolsillo y lo lancé contra el suelo con todas mis fuerzas. Estaba harto. De nuevo, la lluvia o la evidencia de que las supersticiones son algo a tener en cuenta ahondaron en mi fracaso. El candado rebotó en la acera y salió disparado hacia la calzada. En ese momento, un coche de Policía surcaba el asfalto. “Tienes media hora para escribir qué te pasó por la cabeza para intentar herir a un agente. Y escríbelo bien, como si fueras escritor o algo parecido”, me dijeron en chirona. Tuvieron la deferencia de devolverme el candado y de confiscarme el paraguas.

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