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Viaje a Tenerife - por Ra

Le dijeron que nadie moraba allí y sin embargo la casa estaba llena de vida. O al menos eso es lo que pensó la primera vez que cruzó la puerta. La llamó “Desvencijada” y se quedó satisfecho al nombrarla y no recibir ningún reproche.
Colocó un aparatoso butacón al lado de la ventana, mirando hacia el interior del salón y le acercó una pequeña mesa auxiliar. Dedujo que en ese lugar los pequeños huéspedes de la casa y él no se molestarían mutuamente.
No era un escritor al uso. Le gustaba pensar eso. Había oído de manías de ciertos autores. Pero comprendía que sus extravagancias iban un poco más allá. La compañía humana le alteraba. Solía encontrarse con personas que tenían la costumbre de quejarse, de estornudar, de curiosear, de hablar demasiado, de dejar objetos por el medio y de no tener cuidado con lo que hacían. Podía sentir la llegada de vibraciones de malos pensamientos; podía notar los virus, como se le pegaban a la piel y le entraban por la nariz y se adherían a su organismo para succionarle la vida; podía percibir como los fisgones querían entrar en su mente y saber. Saber qué era lo próximo; les oía hablar y hablar, pronunciar palabras que a veces no eran ni eso, sólo ruidos, ruidos absurdos. Palabras, palabras; Y todo descolocado. No eran capaces de apreciar nada. Cada cosa ocupa su lugar. No tienen cuidado. Quieren saber, tocar, parlotear.
No, no, no. Nada de aquello era bueno. No.
Además, también estaba el hecho de que la naturaleza, la sociedad, el cosmos mismo no le permitían “mantenerse alineado” con ellos. Tenía, lo que su editor llamaba, un débil equilibrio. Se las había estado arreglando para mantener esa frágil estabilidad: no había que tirar la sal, ni dejar las tijeras abiertas. Nada de escaleras. Cualquier gato negro le hacía cambiar de destino y en su casa no había muchos espejos. En realidad había uno, pequeño y bien sujeto a la pared.
Cruzó la habitación y depositó su poco equipaje sobre una polvorienta mesa amplia de comedor. Abrió el candado, con una pequeña llave que guardaba en su llavero de la suerte. Sacó con cuidado su portátil y se volvió al butacón. Lo conectó y miró el reloj. Aún quedaba casi una hora.
Hacía un año que no escribía nada. Ni una línea. Ni un simple apunte. Nada. Habría sido un desastre de haberlo hecho. Un descalabro catastrófico que le hubiera marcado de por vida. Toda su carrera, su aún corta carrera se habría ido al garete. Había tenido mucho cuidado. Hubo momentos muy tentadores. Ideas, en principio fugaces que de manera pertinaz y alimentándose de su desmesurada imaginación se empeñaban en persistir, como una planta que ignora que ha roto el asfalto y crece jovial hacia el cielo. Fantasías que tomaban vida. Personajes que le hablaban en sueños, que evolucionaban e insistían en ser héroes en desdichadas historias de dudoso final feliz. Tuvo que reprimirlas a todas. No podían, no debían existir fuera de su mente o estarían abocadas a la extinción incluso antes de averiguar su nombre.
Pero ahora, que estaban a punto de sonar la señal que marcaba el final de esta insoportable espera estaba ansioso por empezar y dar rienda suelta a todo lo que le había acompañado ese último año.
Nadie se sorprendió cuando anunció que estaría fuera en esas fechas tan señaladas, así que evitó dar explicaciones. Sólo alguien que hubiera sentido el yugo que había estado soportando lo entendería. Y él no conocía a nadie así.
No era por sesenta minutos de diferencia. Era por una aventura, tal vez dos. Seguro un encuentro. Al menos la presentación de tres personajes y quizá una o dos provincias.
Sentía las manos rígidas. El año por fin terminaba. El año maldito que habría condenado cualquier universo que quisiera crear. Doce meses donde su equilibrio estuvo roto.
Oyó a los lejos el estallido de algunos cohetes. Las campanadas ya habrían sonado. Se había acabado el trece. El 2013 era historia. Ya era libre.
Se rio en voz alta al pensar que si hubiera permanecido en la península, aún habría de esperar una hora. Se remangó la camisa y empezó a teclear.

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