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Mi suerte de cuatro hojas - por Mar Mare Maris

Tuve muy mala suerte desde el día en que nací siendo un gato negro como el carbón. Mi dueña, una auténtica lumbreras, me remató llamándome Trece, por ser este el día en que vi la luz. Por cierto, un martes. Mi destino estaba escrito.

Aunque la vida de gato puede parecer muy plácida, todo el día asomado a la ventana tomando el sol, ser un minino supersticioso es muy duro. Tengo mucho cuidado de no pasar bajo las escaleras y cuando subo a la mesa presto atención de no derramar el salero. Pero lo peor de todo son los espejos. Huyo de ellos, ya que dicen que ver un gato negro trae mala suerte y eso yo lo tengo difícil.

A pesar de todas mis precauciones, la fortuna no está de mi parte pues, además de los males que siempre me atormentan, está Martín. Lo conocí hace unos días en uno de mis lavados matutinos, detrás de la oreja izquierda. Martín es una pulga. Un parásito entrometido cuyo propósito en la vida es fastidiarme la mía. Se pasa el día criticando todo lo que hago y me dice que las supersticiones son simples seguridades para salvar mis inseguridades. Me tuvo que tocar la única pulga que se cree psicóloga del mundo. A veces me gustaría colgarle unas cadenas con un gran candado para cerrarle la boca.

Aunque esta mañana la verborrea de Martín me ha servido de algo. En una de sus largas diatribas me ha contado que es tan estúpido no pasar por debajo de una escalera para evitar la mala suerte, como lo es buscar un trébol de cuatro hojas para atraer la buena. Así que he trazado un plan: esta noche cuando mi dueña se vaya a cenar con su nuevo novio, un escritor de tres al cuarto, saldré al jardín y buscaré mi suerte de cuatro hojas.

Llaman al timbre y entra el pánfilo de mi pánfila. Me hago el remolón mientras veo como la mujer que me rasca la tripa todas las noches sonríe y se pone en el cuello un colgante que le ha regalado su encandilado. Algo que me importa bien poco. Ambos se marchan compartiendo miraditas. Es el momento y rápidamente le cuento mi plan a Martín, que me vuelve a sermonear como si el loco fuese yo. Salgo por la gatera y me pongo a rebuscar por el césped. Martín sigue con su palabrería, pero estoy tan acostumbrado que ni escucho.

Lo último que recuerdo es a Martín gritando y dos luces acercándose a gran velocidad. Unos brazos me recogen y me acunan: es mi ama que lleva un bonito colgante de un trébol de cuatro hojas. Por fin encontré mi buena suerte; lo cierto es que siempre la tuve cerca y me rascaba la tripa todas las noches, pero nunca quise darme cuenta.

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1 comentario

  1. 1. Emmeline Punkhurst dice:

    Muy entretenido y bien escrito. ¡Menos mal que alguien se pone en la piel del pobre gato negro que tantas desdichas ha traído en el resto de relatos! 😉
    ¡Enhorabuena!

    Escrito el 28 diciembre 2013 a las 23:56

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