Cookie MonsterEsta web utiliza cookies. Si sigues navegando, entendemos que aceptas las condiciones de uso.

Do you speak english?

¿If you prefer, you can visit the Literautas site in english?

Apuntes, tutoriales, ejercicios, reflexiones y recursos sobre escritura o el arte de contar historias

<< Volver a la lista de textos

Sin paz - por Pipa Pispireta

Yolanda jamás tenía paz. Su vida siempre atravesaba algún conflicto. Algunas veces se trataba de situaciones más serias que otras pero perpetuamente cada problema era seguido una y otra vez por algún otro apremio que ocupaba su atención.
A veces, en muy pocas ocasiones, su rutina parecía volverse amable sorprendiéndola con acontecimientos placenteros, prósperos y felices sin ninguna complicación aparente. En esos momentos no podía evitar interpretar esos episodios placenteros como presagios de alguna catástrofe. Aquellos apacibles momentos donde no era necesario luchar contra una tempestad se volvían el tránsito de una angustia desesperante.
Los primeros años de su vida fueron impetuosos y por esta razón había aprendido a moverse en escenarios poco amigables. Las malas épocas la transformaron en una mujer luchadora. Las vicisitudes consiguieron que se llenara de propósitos y con mucho esfuerzo, iba alcanzándolos con el tiempo.
Así fue como Yoli se construyó una joven adultez muy placentera. Jamás permitió que los aprietos que la mantenían ocupada la abandonasen. Y de esa manera se aseguraba no tener que dilucidar augurios siniestros.
Contradictoriamente con su espíritu fatalista, siempre fue una persona optimista y positiva. Absolutamente agnóstica, no creía en supersticiones corrientes, aquellas que la gente se empecinaba en convertir en vaticinios de mala suerte, como: gatos negros o sal derramada. Por el contrario y para revelarse contra esos ritos, decía que aquellas situaciones debían festejarse como buenas señales. Así fue como convirtió al trece en su número preferido y como también se divertía pasando por debajo de las escaleras que atravesaran su camino.
Un día el peor de los escenarios para su obsesión se presentó: Yolanda se enamoró y fue correspondida. El amante en cuestión era un gracioso escritor que la llenaba de poesía. Todos los días eran convertidos en una aventura llena de sorpresas y romance desde que lo conoció. Él decoraba con detalles sensibles y casi irresistibles cada momento que compartían.
Al principio de la relación, como es habitual en estos casos, todo era exaltación y entusiasmo. No había lugar para el pensamiento o la razón; solo fogosidad, deleite y cursilería. Pero a medida pasaban las semanas y aquella relación se instalaba, las sombras del temor se hicieron presentes.
¿Por qué sería que a ella, a la que todo le costaba el doble desde que nació, se le haría espacio en un oasis donde disfrutar de placeres fútiles como el romance? – Se preguntaba.
No había dudas aquella causa era el regodeo previo a la pérdida. – ¿Cuál sería la desgracia que se avecinaba? No podía ser más que la muerte misma. El dictamen matriarcal de su familia hoy la buscaba como protagonista. Su madre, su abuela y todas sus antecesoras habían muerto jóvenes. Tenía veintinueve años, si en este momento le descubrieran una terrible enfermedad, quizás la padecería por tres años antes de sucumbir al sueño definitivo. Esa era su fecha, no tenía dudas.
Entonces ¿qué sentido tenía el amor? ¿Qué sentido tenía averiguar su padecimiento? ¿Por qué habría de afrontar sus luchas? ¿Qué razón tendría nacer estando atadas al candado de la muerte?
Todo estaba fuera de control en este momento. La invadieron infinidad de tormentos. Sentía palpitaciones al caminar con un poco de velocidad, sufría mareos inexplicables en diferentes momentos del día, a veces se le nublaba la vista y no conseguía concentrarse en el trabajo. No podía abandonar su casa sin asegurarse de que la llave del gas estuviera cerrada y aún así entraba en pánico cuando oía la sirena de los bomberos, pensando que a lo mejor la que se incendiaba era su casa. Le era necesario hacer dos rondas de control antes de acostarse para verificar que las cerraduras estuvieran trabadas y recién entonces se acostaba para dar vueltas alrededor de pensamientos espantosos sobre las desgracias que se avecinaban.
Se sentía cansada, triste, en un alerta constante que por supuesto, no le permitía disfrutar de nada. Sus pensamientos eran incontrolables nada tenían que ver con el estímulo que le producían los problemas terrenales.
Resolver complicaciones cotidianas la entusiasmaba. Era estimulante ver los resultados de su esfuerzo. Pero luchar contra estos gigantes invisibles conllevaba un fracaso asegurado.
Le llevó un tiempo entender que su padecimiento se trataba de una superstición personal. Tan absurda como las populares pero igualmente destructiva.
Dejó de inventarse problemas y aprendió a disfrutar de los momentos pequeños. No murió joven y fue feliz mucho tiempo después. Recién cuando logró dejar de buscar razones para la felicidad.

¿Te ha gustado esta entrada? Recibe en tu correo los nuevos comentarios que se publiquen.

Todavía no hay comentarios en este texto. Anímate y deja el tuyo!

Deja un comentario:

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.