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Trece de enero - por Cibeles

Recostada en el césped a la sombra de un árbol, Paula, flamante licenciada, disfrutaba de sus muy merecidas vacaciones. En la casa de su tía Cristina, bien lejos de la ciudad, el caos de diciembre parecía estar a una vida de distancia.
El sol estaba bajando, y Paula decidió que ya se había relajado bastante. Se levantó y fue al garaje a buscar su bicicleta. Sin embargo, por más que miró y revisó los rincones, no pudo hallar la llave del candado que mantenía trabada la bicicleta. Volvió a la casa y se asomó a la cocina; la tía Cristina revolvía con ahínco sobre una hornalla, fija la mirada en la cacerola.
-¿Qué hacés?
-Pastafrola.
-¿Te ayudo?
-No, gracias, ya falta poco.
Paula hizo una pausa para no parecer interesada, y continuó:
-¿No sabés dónde está la llave de la bici?
-¿No está en su lugar?
-Nop.
-¿Buscaste bien?
-Sep.
-Buscá de nuevo, tiene que estar por ahí, si no la toca nadie…
-Uh, qué mala suerte che… -comenzó a decir Paula enfilando hacia el garaje, pero no terminar porque la tía Cristina se había palmeado la frente y ya estaba hablándole encima:
-¡Es verdad, hoy es trece! ¡Pau! -Sin detenerse, la muchacha volvió sobre sus pasos; la tía continuó diciendo mientras revolvía-. Haceme el favor, que se me quema el dulce; abrí la alacena y agarrá la canela que está ahí. –Paula obedeció y tomó un sobre de canela en polvo a medio usar. –Andá al jardín y esparcíla todo a lo largo de la entrada para que quede una línea paralela a la reja.
La sobrina tardó en procesar la información.
-¿Y eso para qué?
-El trece de cada mes hago eso para que la mala suerte no entre a la casa.
-Ah, boé… ésa no la sabía… –“Es una enciclopedia viviente de las supersticiones”, pensó.
-Dale, andá y que no se corte la línea, apenitas se corta y ya entra la mala suerte eh!

Paula fue hacia la reja, y esparció la canela tal como se le había dicho, pero seguía obsesionada con la llave, de modo que terminó lo más pronto que pudo y volvió a la cocina.
-¿Ya terminaste? ¿Te quedó bien? -preguntó la tía mientras rellenaba la pastafrola. Paula guardó la canela en la alacena y enfiló para el garaje.
-Sep.
-Ah, una cosa –agregó Cristina -. No le digas a tu viejo, que no le va a gustar.
-Seguro que no, si parece más brujería que otra cosa –respondió la muchacha riéndose.
-Qué mente cerrada para ser escritora; se supone que los artistas tienen la mente abierta, ¿no?
Paula comenzó con la cantilena que ya toda la familia conocía:
-¡Todos se creen que por ser licenciada en letras voy a ser escritora! ¡Manga de estúpidos! –Se alejó hacia el garaje quejándose, mientras la tía se reía y acomodaba las tiras de masa en la tarta. “Es muy graciosa cuando se enoja”, pensaba.

Pero más allá de las bromas, la mujer sospechaba que quizás el encargo no se había hecho con la prolijidad necesaria, por lo que puso la pastafrola en el horno y fue en seguida al jardín para ver cómo había quedado todo. Pero ya era tarde; el día llegaba a su fin y no quedaba tiempo para evitar lo inevitable. La mala suerte ya había entrado a la casa. El fósforo con el que la tía Cristina había encendido el horno no estaba bien apagado y se reavivó al caer en la basura. El tacho se incendió y un denso humo oscureció la cocina.
En el garaje, Paula seguía buscando la llave con paciencia infinita, cuando de pronto sintió el hedor de la basura quemada. Alarmada, salió y oyó la voz de la tía que la llamaba desde el jardín, pues ella también había sentido el olor. Corrió hacia el jardín, y juntas salieron de la casa.
Pronto llegaron los bomberos, y las dos se quedaron a un costado observando en silencio. Mientras el fuego era controlado, la tía habló sin dejar de mirar la casa:
-Si no lo hacés bien, entra la mala suerte; te lo dije.

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