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El orden esencial - por Begoña Llorente

Web: http://mielipiderevista.blogspot.com

El autor/a de este texto es menor de edad

Si, mi, la, re, sol, do, fa. Mi cabeza era un tobellino de notas, figuras, sostenidos, bemoles, becuadros y trinos. A esto se añadía la musicalidad de aquel orden de notas tan perfecto que parecían sacadas de la mente más hábil en la composición: si, mi, la, re, sol, do, fa. Juraría que conocía esas siete notas a la perfección, pero no sabía decir de dónde las había sacado.

Desde las seis de la mañana había estado tocando las mismas obras que sonaban en mi mente incluso antes de haberlas tocado con cada uno de sus matices, sus fortes, sus crecendos, sus diminuendos, sus cambios súbitos de ritmo y los ritardandos finales que enamoraban al público. Como una suave brisa, el vals de Chopin me relajaba, me dejaba perderme en la frescura de las corcheas y me despertaba en los súbitos trinos. Apenas había terminado el ritardando y la cadencia perfecta final, aparecía el estudio vivaracho de Sibelius que exigía toda mi concentración en no perder ni un solo dedo en aquella velocidad espeluznante. No tenía tiempo para recomponerme de aquel final que exigía asimilar tanta nota junta, tenía que tocar y tocar y tocar, quedaban pocas horas. Enseguida comenzaba aquella obra anónima en la que el endemoniado compositor se había escondido para que ningún pianista de la época le estrujase el cuello por componer tan enrevesada música.

La música sonaba en mi cabeza con la máxima claridad, era capaz de tocar allí mismo a Sibelius, Chopin y el anónimo compositor, de hecho en cuanto me senté no pude resistir el impulso de mis dedos y comencé a interpretar en la tela de mi pantalón negro. Por las caras de los allí presentes, juré no volver a hacerlo en público. Me sumí sin más en mi interior visualizando cada tecla que se tocaba a velocidades casi imperciptibles. Pero ahí estaba aquellas notas haciéndose escuchar por encima de mi preciado Sibelius; si, mi, la, re, sol, do, fa. Rápidamente dibujé un pentagrama improvisado y fui dibujando las notas que me dictaba la mente. Si, mi, la, re, sol, do, fa, ¿qué era aquello que tan familiar se me hacía? Empezaba a dudar de mi conocimiento musical y una terrible idea se formó en mi mente. ¿No podría ser aquello una señal de que en este concierto, el más importante de mi vida, saliesen a la luz las lagunas de mi saber más vergonzosas? Debía concentrarme.

Desde que tuve tan horrible pensamiento, no pude concentrarme mucho más. Todo me precía sospechoso. ¿Dónde estaba? ¿Por qué seguía a gente sin saber siquiera quiénes eran? ¿Habría alguien tramando una odiosa trampa para que fracasase y que me pagase factura el resto de mi vida? Presentía algo malo. A partir de entonces, no dejé que la música me cegase, estuve atento a todo lo que ocurría a mi alrededor. Anoté cada detalle de por dónde pasaba, cada calle, cada tienda. Memoricé hasta la lista de escritores que presentarían ese mes su libro en la Casa del Libro, hasta los nombres grabados en los tristes candados que colgaban del puente: Pablo y Marta trece del doce del once. "Vaya fecha", pensé. Entonces me dí cuenta, en un cálculo mental rápido hallé el día en el que me encontraba. Podrá el lector imaginárselo. El día en el que debía demostrar mi más alto nivel musical, el día en el que podría pasar a la Historia o caer en el olvido junto con otros "buenos" pianistas.

Ordené al conductor que parase imediatamente, lo que obedeció con un frenazo que casi me abre una brecha. Me bajé del coche para asombro del conductor que me pedía explicaciones a voz en grito mientras yo corría calle abajo. Me paré en seco. Sibelius, Mozart, Chopin, Prokofiev, Bach, todos ellos vinieron a mi en masa creando a mi alrededor una atmósfera de paz, tempestad, terror, amor, tristeza y pasión, sobretodo pasión. Perdí la percepción de la realidad. Solo existían notas, corcheas, semicorcheas, trinos, crecendos, fortes,diminuendos, pianos y dulces ritardandos. Si, mi, la, re, sol, do, fa… Fa, do, sol, re, la, mi, si… ¡Claro que sí! Do bemol Mayor, la escala de la muerte como solía llamarla yo. La escala que te tenía atemorizado como un mono subido a un árbol temiendo que el león que hay en el suelo le mate. Ahí estaba, tercer compás de la penúltima línea, una tecla blanca, cincuenta por ciento de fallo. No había plan maléfico, solo era el anónimo compositor que me ponía a prueba

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