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El valor de un nombre - por Carmen

Como escritor siempre ando buscando historias que me inspiren para escribir un buen relato y cuando a mis oídos llegaron las aventuras y desventuras de este personaje mi cabeza empezó a engranar el siguiente relato y, como suele ocurrir en estos casos, la realidad supera a la ficción.
D. Pésimo vivía alienado por su propio nombre. Su nacimiento –un martes trece-, lejos de ser un acontecimiento feliz, aconteció en el peor momento de las vidas de sus progenitores. Su padre, hombre medroso y de pocas luces, se vio envuelto en una estafa crediticia; y en el mismo instante que los civiles se lo llevaban arrestado al cuartelillo, su madre rompía aguas en la cocina. Días después se demostró que el pobre hombre había sido otra víctima de D. Hipólito, un amigo de la infancia con aires de sabelotodo y un ῾sinvergüenza encantador’, como solía llamarle su madre, y que sabía embaucar a la gente fácilmente impresionable.
El daño estaba hecho. Su madre retorciéndose de dolores de parto en la cocina, auxiliada por un par de comadres que habían acudido al descansillo, con la curiosidad innata del que vive en una comunidad de vecinos, para ver la causa de tantos picoletos pululando por la escalera. Unas horas después de tan lamentable suceso y sin no menos esfuerzos, previendo que su vida no iba a ser nada fácil, vio la luz un pequeño sietemesino con apariencia más de gato escuálido que de niño. Al presentarlo la comadrona a los cariacontecidos abuelos, D. Ramón, el abuelo materno, no dudó en exclamar: “Desde luego, hoy ha sido un pésimo día”. La recién parida, con las hormonas revolucionadas por el parto y el disgusto, no dudó en adjudicarle al fruto de sus entrañas el nombre de Pésimo, en recuerdo de tan aciago día. D. Pésimo desconocía si con el tiempo se arrepintió de tal arrebato, el asunto es que él vivía esclavo de su propio nombre.
No recordaba un solo día en el que las cosas le salieran bien. En el colegio el maestro siempre le pedía los deberes cuando no los había hecho. Estuvo un mes entero sin faltar a sus obligaciones académicas, y durante ese mes no le sacaron, ni una sola vez, al encerado a corregir la tarea del día anterior. Estuvo enfermo una semana y cuando volvió el primer nombre que salió de boca de D. Vicente fue el suyo.
Cada mañana su periódico olía a orines de gato, incluso cuando le pegaba el cambiazo a su vecino. En la cola del supermercado siempre elegía la que más tardaba hubiera la gente que hubiera. Hiciera lo que hiciera, pensase lo que pensase todo salía opuesto a sus deseos. Llegó a hacer lo contrario de lo que quería hacer, pero en esas ocasiones el resultado no era el esperado. En esta espiral de desatinos, consciente del cenizo de su nombre, intentó acudir al registro civil para cambiarlo: el primer día encontró la puerta cerrada con un enorme candado por un escape de gas; el segundo, el edificio estaba de obras y habían cambiado las oficinas a otro edificio en la otra punta de la ciudad; el tercero… desistió, empecinarse en su propósito podría desencadenar desde una huelga indefinida del transporte hasta una hecatombe nuclear.
D. Pésimo aceptó su sino harto de tanta fatalidad y esa aceptación cambió su suerte y le llevó a la felicidad. Dejó de importarle el periódico con olor a orines, la lenta cola del supermercado, los proyectiles de los pájaros del parque y las cagadas de los perros, los charcos de la calle, los autobuses averiados, las lentejas pegadas y el filete churrascado… … … y en ese momento su vida cambió: al gato meón le atropelló un coche, las multas por las “cacas” de perro empezaron a lloverles a sus conciudadanos, arreglaron los socavones de la calle, los pajarillos del parque emigraron, las lentejas dejaron de pegársele, en el supermercado se entretenía escuchando los chismes de los que le rodeaban, si el autobús no llegaba se iba andando disfrutando del paseo. Buscaba el lado bueno de las cosas y su vida se llenó de amaneceres, paseos por el parque, palmeras de chocolate y besos furtivos en los portales.

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