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Botellazos para un adiós - por Eva

Apuró el paso al escuchar las doce campanadas que marcaban el principio del nuevo año. Bueno, lo de escucharlas es un decir, porque durante la Nochevieja en el pueblo de sus padres la algarabía del desmadre popular es tal que las campanadas normalmente sonoras de las misas y de las horas dejan de sentirse. Recordó vagamente que hace muchos años su familia decidió abandonar la conexión en directo con la Puerta del Sol para presenciar en directo cómo las gastan en el pueblo. Todos bien cargados con sus uvas y sus champanes aguardaron a escuchar unas campanadas enmudecidas por el clamor callejero hasta que los relojes de pulsera anunciaron que oficialmente habíamos entrado en el 1 de enero. Entonces, su tía se santiguó con pavor y toda la familia salió corriendo huyendo de la vorágine festiva. Esa fue la última vez que presenció las campanadas rurales. Ese año fue el 'annus horribilis' de su hermana, que rompió son su novio del pueblo, un palurdo dedicado a ponerle los cuernos cada vez que volvían a Madrid tras las vacaciones. 'El qué dirán' atormentó a su hermana hasta tal punto que a la Nochevieja siguiente, y a la otra, y a la otra, decidió que se quedaba en Madrid, arrastrando a sus padres a renunciar al viaje a su pueblo y obligando a su hermana pequeña a crecer en nocheviejas urbanas de búsqueda incesante de buenas discotecas que ofrecían sueños de una noche principesca con gente guapa y bien acicalada. Esa Nochevieja debió haber prestado atención al ambiente malsonante, a las colas interminables para conseguir una bebida, para ir al baño, para volver con sus amigas tras cada expedición, a los codazos constantes en la pista de baile. Pero no, porque era su noche de cuento de hadas, con el maquillaje de las estrellas, con su vestido de supermodelo, con las miradas de admiración y de deseo de los chicos que la rodeaban. Un fogonazo, una estampida y se vio arrastrada hacia una salida de emergencia clausurada. Logró mantener la cabeza a flote por encima de las demás, solo para ver desaparecer cabezas delante de ella, engullidas por una masa aterrorizada con una fuerza sorda y bruta que no conoce a nadie y que solo busca sobrevivir. Una, dos, tres, cuatro, ¿dónde está la quinta? ¿La has visto? ¿Alguien la ha visto? Por Dios, que alguien la haya visto. Uno sesenta y cinco, pelo largo, castaño, vestido azul… Al final la vieron, apareció en todas partes, su nombre se pronunció hasta la saciedad como una bandera enarbolada tardíamente contra la avaricia y el engaño y siguió apareciendo en sus sueños durante demasiadas nocheviejas en las que sentía perder la juventud por los poros de cara a la enorme levedad de esta vida. Un día sus padres no soportaron más la languidez de lo que debería ser una flor creciendo hacia el sol y la metieron en volandas en el coche después de Navidad y, sin darle tiempo a reaccionar, la arrojaron a los brazos de su prima del pueblo, que la inició en la preparación de la Nochevieja, incluyendo el avituallamiento en el supermercado y la búsqueda de estufas para la calefacción de la casa destartalada de la abuela, ideal para griteríos, sobrasadas y fiesta, pasando por la cuidadosa selección de los vaqueros más desgastados y las zapatillas de deporte más cómodas como atuendo imprescindible. La de Madrid fue bien recibida, después de todo también era sangre lejana del pueblo. La cena fue copiosa, sabrosa, de chuparse los dedos por la falta de servilletas y los chistes volaban como moscas enloquecidas. Se respiraba alegría, ilusión, camaradería y la fragancia a las gambas asadas encima de la estufa era como una bocanada de oxígeno para un corazón tan ahogado de llorar. En la plaza, cuando más o menos les pareció que habían entrado en el nuevo año, todos se apresuraron a desear el Feliz Año Nuevo remojando a propios y a ajenos en un ataque sin enemigo definido. Para rematar el principio de la noche, la fuente de la plaza, pedernal imperecedero, sintió en sus carnes el estallido de las botellas que la habían tomado como objetivo. Y mientras su botella volaba en pos de la diana, con la fuerza de una vida suplicante por vivir, ofreció sus pedazos a esa amiga que se fue demasiado pronto para no regresar mientras las Nocheviejas siguen sucediéndose una tras otra sin perdón ni remedio pero para volver a ser, otra vez, una noche de ensueño.

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