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A propósito de Murphy - por Daina

Web: http://beautifulwords.megustaescribir.com/

Apuró el paso al escuchar las doce campanadas

Acababa de dejar el coche en el parking de la estación. El tren salía a las 00:05 desde el andén más alejado a la entrada principal.
Por supuesto que tenía que ser el más alejado…

Todo había comenzado tres días atrás. Cuando Laura contó que le habían aceptado para hacer prácticas en la Universidad de Milán.
Ella dio la noticia con la sonrisa más grande que había visto en toda la vida, y dando saltos de alegría. Él, por su parte, más parecía que acababan de darle una certera patada en sus partes íntimas.
Pero en el fondo no era culpa suya…

Llevaba toda la vida oyendo historias de estudiantes que iban a Italia de Erasmus, y acababan cayendo rendidas a los encantos de un italiano. Italianos que, sinceramente, a primera vista no parecían demasiado atractivos, pero cuya falta de físico suplían con una labia y una forma de comportarse que, en cualquier otra nacionalidad, habría sido tachado como acoso.
Por supuesto, su absurdo intento por parecer contento, fue rápidamente desenmascarado.

Fue así cómo comenzaron tres días llenos de un error tras otro.
Aunque, en su defensa, debía decir que fue la desesperación lo que le llevó a tomar decisiones no muy acertadas.

Primero intentó la técnica de presentarse en casa con un ramo de flores y una sentida disculpa.
Si se hubiera limitado a hacer eso, probablemente el asunto no habría ido a mayores. Pero en vez de ello, encargó un ramo de la rosa más cara, y pidió que lo entregara una moderna empresa de reparto donde los repartidores cantaban una pieza de ópera que dejaba los pelos de punta.
La sonrisa que tenía mientras preparaba el plan, seguía firme cuando se escondió tras unos árboles cercanos a la casa de Laura, dispuesto a contemplar la reacción en primera fila.
Pero cuando ella se quedó embobada oyendo cantar al repartidor, y que más tenía pinta de modelo, para a continuación entregarle la propina acompañada de su número de teléfono; la sonrisa se hizo más débil.
Y cuando tuvo que llamarla, visto que ella no tenía intención de hacer lo propio pese a que se suponía que era ella la que tenía que mover pieza ahora, pero ella no contestó; la sonrisa desapareció.

La siguiente idea fue sorprenderla con un almuerzo campestre en el parque. Eso nunca fallaba en las películas. En ellas, apenas se probaba un poco de la comida, la pareja recién reconciliada procedía a devorarse el uno al otro, bajo una romántica música de fondo.
En su caso, la música de fondo la compusieron los truenos, acompañados de una lluvia nada romántica que les caló hasta los huesos.

Por supuesto, él no lo dejó estar.
Se le ocurrió una última idea.
Una locura en la que hasta ahora jamás había pensado, pero que sabía era ahora o nunca: Le pediría matrimonio en la estación del tren.
De ese modo, no sólo lograría que le perdonara, sino que además conseguiría que ella pensara en él todo el tiempo que pasara en Milán.
Estaba el importante detalle de que sólo llevaban saliendo seis meses, y que hasta ahora nunca había pensado en el matrimonio. Pero eso eran menudencias comparado con la cara de sorpresa que pondría al ver el anillo.
Lo que le llevaba a otro importante detalle…

Así fue cómo dedicó el último día en recorrer todas las joyerías de la ciudad y encontrar el anillo perfecto. El que no sólo fuera hermoso, sino sobre todo caro.

Acababan de dar las doce campanadas. Corrió hacia el tren, casi sin respiración, sujetando con fuerza la cajita aterciopelada.
Llegaría a tiempo. Y aunque tuviera que prescindir del discurso que había estado preparando hasta última hora, le pediría que se casara con él.
Y ella diría que sí.
Sería perfecto.

Hubiera sido perfecto si la puerta del tren no se hubiera cerrado en sus narices cuando encontró el vagón que buscaba. Si el salto que dio atrás para evitar ser aplastado por las puertas metálicas, no hubiera hecho que la cajita del anillo cayera rodando hasta las vías del tren. Y, sobre todo, si a través de la ventana no hubiera visto a Laura sentada en el vagón, charlando con el repartidor de flores que tenía pinta de modelo.

Cuando el tren salió de la estación y el chico se quedó solo en mitad del andén, no sonaron violines. Aunque creyó oír de fondo la sonora carcajada del señor Murphy.

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