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La última vez - por Kaotot

Web: http://www.arteterapiamariorobles.es

La última vez

Apuró el paso al escuchar las doce campanadas. Estaba lloviendo, como de costumbre por esas fechas, en esa lúgubre y fría masía catalana. Apagó la radio del coche, abrió la puerta, desplegó el paraguas y puso sus botas encima de la tierra húmeda. Volver con la familia no era fácil. Seguía el pequeño camino que había desde la cadena hasta la puerta de la casa. Escuchando el crujir de alguna hoja y el impacto sordo de la lluvia. Dos o tres olivos más adelante se alzaba la masía, oscura, con dos ventanas iluminadas, una puerta de madera y un inmenso cielo gris que tapaba la luz blanquecina de la luna llena.

Exhausto miró alrededor, viendo como todavía los faros del coche conservaban algo de luz residual. Era una pantomima estar allí, una pantomima que debía hacer cada año. Sus padres esperándole, hijo único, el horror del encuentro, viendo como la decadencia se apoderaba un año más, y fallaba, de nuevo, en la entrada del año. Se podría decir que no quería llegar al nuevo año cumpliendo con sus obligaciones. Prefería perder de nuevo, perderlo todo, si podía ser, perderse él mismo, antes que cumplir con los deseos de sus padres.

¿Cómo iba a ser capaz de llegar antes de las doce, si había salido de casa a las diez de la noche? Y ahora tendría que aguantar las caras largas de quienes habían depositado toda la inmortalidad y deseos de sus fracasadas vidas, para confirmar, lo que los augurios apuntaban, no iba a ser nunca nadie, ni con cuarenta ni con cincuenta, ni con sesenta años.

Su padre se había pasado la vida trabajando en esa dichosa finca, llena de pavos, cerdos, gallos y gallinas. Tenía las típicas manos gruesas de aquel que siente la vida a través de los dedos. Su madre había sido mojigata y austera, con esa mirada llena de miseria, sin poder sostener dos monedas para ofrecerlas al párroco del pueblo. Qué tontería querer demostrar a esos seres derruidos que podía llegar a ser alguien. Pero se preguntaba y no sin acierto, si no sería esa la última baza de su vida.

Metió la mano en el bolsillo, sacó las llaves cuyo colgante era del jardín botánico de Blanes y abrió la puerta. Al otro lado encontró una imagen dantesca. Primero el golpe de humo abofeteó su cara, rápidamente se agachó evitando los chispazos del televisor, vislumbró un trozo de mantel ardiendo, más allá -y mientras se tapaba la boca con la chaqueta- había un cuerpo que parecía inerte. Comenzó a estirarlo, intentando llevarlo a la puerta. Entre tos y tos logró sacar el cuerpo. Volvió a entrar pero la tos era cada vez más persistente, y la mezcla entre pestilencia y fuego lo marearon. Decidió salir de casa. Sostuvo sus manos en las rodillas, abrió los ojos, tosió y cogió el teléfono. Comenzó a marcar apresuradamente el 112. “No sé cómo ha sucedido, estoy en Cambrils, es que no sé, la casa está ardiendo, es… creo que … no voy a moverme pero por favor vengan rápido, hay alguien más dentro, está mi padre”.

Imágenes que se acumulaban en su cabeza, veía sombras de llaves, puertas que se abren y cierran, el latido del corazón, la cara de sus padres. Cuando volvió en si puso la mano en el pecho de su madre, intentando escuchar su corazón, luego apoyó la cabeza. Esa mujer mayor, parecía estar en una urna llena de barro. La arrastró hasta el garaje techado, dejando un surco de tierra mojada. La cogió en sí, perdiendo el juicio e intentando darle calor. Le venían recuerdos de infancia, la playa, el rumor de las olas, el cocido de los domingos, la matanza del cerdo, las gallinas poniendo huevos. ¿Qué le quedaba por decirle a esa señora que siempre le había hecho sentir falto? “Mamá, ¿Qué puedo hacer, dime qué puedo hacer?”.

Al cabo de veinte minutos vino una ambulancia y los bomberos. Cogieron a su madre, la pusieron en una camilla con el papel de carbono junto a la mascarilla de oxígeno. Mientras salía un cuerpo de color negro, ese olor se le metió en el cuerpo y no pudo evitar vomitar en mitad de la escena.

Toda la fortaleza, la humanidad, disminuyeron transformándose en un hormiguero destruido por un terremoto. Elevándose en el horizonte la efigie humana, constreñida, hecha añicos por el puño abrasador del destino. Esa fue la última vez que pudo ver a sus padres.

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2 comentarios

  1. 1. Vicente Díaz Pacheco dice:

    Hola Kaotot, fui uno de los afortunados en poder hacer tu comentario de texto. Como muy bien te comente te felicito por el texto y espero poder serte de ayuda. Solo apunto algunas cosas que se podrían cambiar siempre y cuando lo veas bien. Aunque claro todos tenemos nuestra manera de escribir y te doy la enhorabuena por ello. Vuelvo a darte un aplauso por tan buen relato.

    Escrito el 31 enero 2014 a las 11:52
  2. 2. carlones dice:

    Mas que la historia en si, lo que me ha gustado es como la cuentas. Felicidades

    Escrito el 6 febrero 2014 a las 23:18

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