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Una Nochevieja diferente - por Filias

Apuré el paso al escuchar las doce campanadas para llegar a la salita justo a tiempo de ver cómo comenzaba el nuevo año la familia. Fatigado, agité la cabeza al comprobar que, una Nochevieja tras otra, todo seguía igual: Marisa y Eladio no se soportaban, Francisco y Rafael trataban de contener sus rencillas… «Mi familia veneciana» pensé comparando la tensión de sus caras con las máscaras de porcelana del carnaval italiano.

Sumergí mi mirada entre las burbujas del champán mientras escuchaba el jaleo procedente del piso contiguo. «¡Esa si que fue una buena forma de comenzar el año!» recordé sonriente al evocar las navidades que pasé con nuestros vecinos, los Albero. Llegaron hace años en Nochebuena y, tras las presentaciones de rigor, los adultos resolvieron de manera emotiva celebrar juntos la cena para evitar el frío y la soledad de una casa recién habitada.

Recuerdo que los niños lo pasamos en grande. Tanto que, unos días después, cuando mis padres cayeron enfermos por una gripe que les dejó en cama, fueron ellos quienes se brindaron a cuidarme y compartir su cena conmigo en Nochevieja.

¡Y qué noche fue aquella! Pese a la pequeñez del piso allí no cabía ni un alma más. Entre niños y mayores formábamos un grupo de lo más variopinto y bullicioso que celebraba a golpe de pandereta la llegada del Nuevo Año. El festín navideño transcurrió en un sinfín de animadas conversaciones y villancicos creados para la ocasión.
Yo, acostumbrado a pasar las fiestas en la única compañía de mis padres y un tío soltero, no dejaba escapar ni un solo detalle para poder disfrutarlo. Sin embargo, de un momento a otro la alegre algaraza alteró su ánimo, y donde anteriormente se había derrochado música y buen humor, ahora surgían voces enfurecidas que convertían la estancia en un caos escandaloso.

Estaba tan aturdido que tardé un instante en darme cuenta de que bajo la mesa, alguien tiraba insistentemente de mi manga llamándome la atención. Cuando me asomé, Raúl, el hijo mayor de los Albero, exhibía su sonrisa desdentada haciéndome señas para que me uniera al corro de niños que se había parapetado bajo la mesa.

—¡Vamos, Carlos, ven que ahora empieza lo gordo!—me dijo lleno de la misma ilusión con la que días más tarde esperaría la llegada de Sus Majestades.

Bajé al refugio infantil con el tiempo justo de esquivar el primer proyectil de carne de cuantos habíamos de ver caer después sobre el suelo de terrazo. Mi creciente agitación contrastaba con la tranquilidad y sonrisas de los cuatro niños que me acompañaban en aquel lance, y que asistían a la pelea como si tal cosa.

Bajo el mantel, a salvo de la encarnizada refriega, observábamos el trasiego de zapatillas, zapatos y botas que, acompañados de impertinencias y algún forcejeo se alejaban y acercaban en busca de munición para la batalla. Tras unos minutos de insultos, gritos, ruidos de cristalería rota y metralla alimentaria, los golpes enérgicos de un cucharón en un caldero sumieron todo en silencio. Las zapatillas de la abuela Juana se acercaron a la mesa y escoltaron su voz sosegada.

—Vamos, chicos—dijo la anciana—. Faltan tan sólo cinco minutos para las campanadas. Preparad todo, por favor.

Y ante mi sorpresa, la batalla campal cedió el paso con toda naturalidad a una cordial reunión familiar. La imagen que encontré cuando ascendimos de nuestro escondite, me impactó de tal forma que aún hoy la conservo vívida en mi memoria.

—Cierra la boca, Carlos—se oyó una voz jocosa—, que te va a entrar alguna mosca.

Toda la estancia mostraba las señales inequívocas de la pelea que acababa de presenciar; había cuadros torcidos, platos y vasos mellados y comida por doquier. ¡Y qué decir de los comensales! Los lamparones de las camisas hacían juego con los peinados desgreñados y algún ojo a la funerala, pero inexplicablemente, el ambiente era de festiva despreocupación.

Tiempo después, Raúl me dijo que según una arraigada creencia, para poder disfrutar de un año lleno de alegría en familia, debían librarse de cualquier rencilla antes de las campanadas.
Huelga decir que entonces los creí locos, aunque ahora, con la distancia necesaria que ofrece el paso del tiempo, me pregunto si deshacerse de todo lastre para comenzar una nueva andadura libre de rencor no será, pese a la batalla, la manera correcta de comenzar el año.

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2 comentarios

  1. 1. José Torma dice:

    Que viva la familia! jaja me senti muy identificado con tu relato. Mi familia es de locos tambien jaja

    Muy bueno, enhorabuena!

    Escrito el 28 enero 2014 a las 20:48
  2. 2. Filias dice:

    ¡Muchas gracias José! ¿Qué sería de la Navidad sin estos encuentros familiares?
    Saludos

    Escrito el 29 enero 2014 a las 21:57

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