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La huída - por Mario Gageac

La huída

Apuré el paso al escuchar las doce campanadas. Yo sabía que en menos de cinco minutos se darían cuenta y vendrían por mí; el ladrido de los perros me alertaría, pero ya podría ser tarde para cruzar el río.
Dos cosas había aprendido en la mazmorra: a comer ratas y las rutinas de los guardias. A las doce en punto los dos de turno revisaban cada celda, alumbrando con sus apestosas lámparas de querosén las literas de los presos. No tardarían en armar su grupo de búsqueda al ver el agujero en la pared mohosa.
La luna apagada me favorecía para esconderme pero no para abrirme paso con facilidad en la selva; las raíces de los árboles eran enfermas y voluptuosas y en mi huída improvisada me encontré trastabillando a cada rato.
Entre unos arces deshojados donde la luz era favorable me detuve e intenté vislumbrar el camino; no lograba divisar la cabaña donde habían dejado mis víveres y una muda de ropa, pero sabía que era hacia el Este. La brújula indicaba que debía pasar unos frondosos matorrales que se hundían en una colina.
Me tomé unos segundos para mirar mis pies desnudos, totalmente ensangrentados, que daban a los perros un fácil rastro hacía mí.
Unas lechuzas gritaron al retomar mi camino y el espanto que me dieron me dio más fuerzas para correr. Como buen sacerdote me santigüé ante el temor de mi corazón pero como no dejé de correr, mi mano no tocó bien mis hombros; esperé que Dios comprendiera lo urgente del momento.
Estaba seguro que de poder huir, los noventa y nueve sacerdotes que quedaban en prisión serían ejecutados con las luces violeta del crepúsculo, pero de todos modos morirían luego de la coronación. Si bien no dejaba de pesar en mi alma el saberlo, no me sentía culpable.
El cielo se iluminó repentinamente con un relámpago. Fue tan fuerte que la luz me permitió ver el páramo donde me encontraba. A los pocos segundos oí el retumbar del trueno; la lluvia removería la tierra y cubriría mis pasos.
En lo lejos aulló un perro. Un aullido largo y luego ladridos. Movido por la esperanza de la lluvia y por el temor de la persecución, retomé con frenesí mi escape, desestimando el dolor de mis pies desnudos. Con cada paso, con cada salto sobre la tierra rota y las piedras informes, se abrían nuevas heridas, pero recordé al Señor diciendo que es preferible perder una mano y entrar al Reino de los Cielos, que con ambas ser condenado al infierno.
Pensé que la cabaña resultaba un punto ilusorio y probablemente inalcanzable; si la encontraba perdería tiempo en recoger las ropas, y si no lo hacía no podría demorarme buscándola. Decidí seguir hacia el Este hasta ver las aguas que serían mi salvación. Al atravesar el río estaría a salvo, y aún con estas ropas de preso tendría muchas posibilidades de sobrevivir. Desconocía el idioma de esa tierra, pero podría desnudarme en la orilla y errar hasta encontrar algún alma noble que tuviera piedad por un hombre desnudo y torturado.
Los perros volvieron a ladrar. Los oí a pesar de mi respiración perturbada, a pesar del sonido del viento que silbaba ante mi paso. Los oí en la lejanía, pero acercándose. El miedo me dio pensamientos irracionales; buscar una fosa y cubrirme de hojas; subirme al árbol más alto y quedarme allí hasta que la búsqueda terminase; buscar una rama sólida para atacar a los perros. No tardé en comprender que nada de eso serviría.
Siguiendo hacia el Este llegué a un vado donde el pasto era suave. Noté que llovía porque la sensación de la hierba mojada en mis pies abatidos era demasiado placentera. Corrí cuesta arriba hasta donde ya no pude más; como en un acantilado, la cima se presentaba ante mí. Desde allí divisé la margen del río.
Quizás la lluvia había confundido a los perros porque ahora sus ladridos, cada vez más fuertes, me llegaban de todas direcciones. Descendí como pude, trabándome entre rocas y raíces prominentes. Llegué a una planicie cuyo fin era el brazo del río.
Agradeciendo sin palabras al Señor seguí mi huída. La luna había quedado detrás del acantilado y sólo su reflejo en el agua daba algo de luz. Y luego llegó otro relámpago que reveló mi destino; el río embrabecido, la costa a pocos metros de mis pies y una docena de soldados y de perros viniendo hacia mí.

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1 comentario

  1. 1. DavidRubio dice:

    Hola Mario, la escena está muy bien narrada, se nota que sabes escribir. El pero que le pongo es que comienza escapando y termina de la misma manera. Creo que deberías explicar por qué estuvo preso, por qué huye. Plantear un conflicto, que la vida del protagonista sea distinta al terminar el relato. Saludos

    Escrito el 30 enero 2014 a las 23:25

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