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El frío de la luna - por John Self

Apuró el paso al escuchar las doce campanadas. Arrastraba una pesada bolsa negra sellada con cinta de embalar, el sudor le abría surcos en el rostro y un cigarrillo bailaba como un equilibrista entre sus labios. Era una noche muy fría, perfecta -pensó Julián- para encender una ardiente fogata y unirse a un círculo de amigos bulliciosos; una noche para abrigarse entre canciones y remembranzas. Pero estaba solo -excepción hecha del contenido de la bolsa- y apenas podía oír sus propios pasos hundiéndose en la grava.

En algún momento, muy cerca ya a casa, sintió que su voluntad amenazaba con desbarrancar, que, como siempre, se echaría atrás en medio de un proyecto ya iniciado. Se detuvo un instante, agotado, y el recuerdo de hace quince años no tardó en actualizarse, intacto y nauseabundo, en su mente:

Año nuevo del 96. Julián vuelve de la fiesta, está ebrio, está pensando en Alejandra, en su beso inesperado, la luna alumbra sus pasos, ve pasar a un hombre que corre en dirección opuesta, sólo el perfil de una sombra en el difuso entramado de vallas y arbustos. Sigue caminando, piensa en las cervezas que no pudo beber, se imagina a Alejandra desnuda en su cama, llama a la puerta, nadie le abre. Julián espera, supone que sus padres duermen, se asoma al cristal de la ventana, y entonces el charco de sangre, los muebles volcados y rotos, dos cuerpos sin vida…

Nunca supo identificar, ante la policía, al hombre que había visto huir de la escena del crimen. Pero el tiempo, con su sistemática paciencia, fue situando piezas, aguzando rasgos -el perfil aguileño, el cabello rizado-, ciertos detalles que dibujaron, finalmente, un conjunto fisonómico inconfundible. Hasta ese día en que Julián supo. Y era él -ya no habían dudas-, el contenido de la bolsa negra, el sujeto que empezaba en ese mismo instante a removerse torpemente en su encierro. Era Lunático.

A veces te lo podías encontrar parado de cabeza, examinando el mundo al revés; a ratos conversando con interlocutores imaginarios, en la banca de un parque; o examinando el andar de las hormigas, sin más que hacer que rascarse la cabeza. Alguien con poca imaginación le había puesto el sobrenombre: Lunático, un tonto inofensivo que sólo provocaba sonrisas y ameritaba anécdotas. Las gentes del pueblo no sabían…

La lluvia fresca lo reanimó. Julián se sintió fuerte otra vez y tiró enérgicamente de la bolsa negra hasta llegar a casa y situarla en el sótano, que había adornado con fotografías de la familia y antiguos juguetes de plástico, donde había afilado una navaja de madera y acero que alguna vez perteneció a su padre.

Lo que ocurrió después no le queda claro. Cada vez recuerda menos. A veces Julián despierta y quiere correr como un chiquillo, pero no entiende dónde se han ido todos. El sanatorio es apacible y está lleno de flores. Los doctores dicen que se porta muy bien.

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