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DOCE CAMPANADAS - por Aristides Neppo

DOCE CAMPANADAS
Arístides Neppo

Apurό el paso al escuchar las doce campanadas. Desde el momento en que saliό de su casa supo que no llegaría a tiempo para abrazar y desearles feliz año a sus nietos. Lola Montéz se sintiό molesta consigo misma, era algo que no podía perdonarse. Aquello se había convertido casi en una especie de ritual cada año. Hacía quince años que acudía religiosamente a tiempo para desearles lo mejor del mundo a sus pequeños. Pero esta vez se había retrasado tontamente y sin ningún motivo. Apurό el paso más de lo que podía soportar la debilidad de sus viejas piernas. —Los jodidos años no le pasan a uno de gratis. —Dijo.
Lola Montéz rondaba por los setenta años de edad y sόlo tenía un hijo: Juan Camilo Montéz. Un año después de nacer él, naciό Isabela, su hija, quien muriό junto a su padre, en un accidente de autos, precisamente la misma noche del año nuevo en el que cumpliría cinco años de edad. Por lo que al nacer el primero de sus nietos y luego la segunda, asumiό el compromiso de trasladarse cada noche de año nuevo hasta el hogar de su hijo, para abrazar y besar a los pequeños, justo a la misma hora en que se iniciaban las doce campanadas que anunciaban la llegada del nuevo año. Era como un símbolo del amor que ya no podría dar a su hija muerta.
Por un lapso pensό en su hijo. Lo amaba. Vivía en él la falta de su hija Isabela. El era serio y responsable. Se había casado y tenía dos hijos. Trabajaba como burro para dar lo mejor de sí a su familia. Ella era consciente del amor que él le profesaba. —Tú y mi familia son lo único real que tengo en el mundo.— Le dijo un día con lágrimas en los ojos. Lola Montéz pasό el dorso de su mano por su mejilla, borrando dos lágrimas que asomaron en el cansancio de sus ojos.
En la calle, un hombre abriό la portezuela de su auto, con un traspiés, logrό penetrar y sentarse aparatosamente en su interior. Había bebido de más y estaba ebrio. Arrancό el auto con estrépito, dando un peligroso zigzag mientras se ponía en marcha. El hombre lloraba de dolor y de rabia. Había descubierto el engaño de su mujer. Estaba destrozado y el mundo se le desplomaba encima. En su desesperaciόn sόlo atinό a entrar a un bar y beber hasta que él mismo y sus desgracias se disolvieran en alcohol.
Su visión se nublaba. En su cabeza se mezclaban su amargura, su dolor y su rabia, creando con el alcohol, una peligrosa combinaciόn de precedentes casi mortales. No sabía hacia donde dirigirse, sabía que iría a cualquier lugar, menos a su casa. Se encontraba en un momento supremo, donde vivir o morir era lo mismo. Estaba aturdido mientras un golpe de emociones encontradas tomaban control absoluto de sus actos. No podía existir dolor tan terrible como aquel que le embargaba. Se sentía destrozado. Acelerό casi sin conciencia. Las luces de la calle le hacían muescas de burla mientras un sudor frío le nacía de los poros. En el desvarío enturbiado de su mente empezό a buscar algún objeto. Buscaba algo, ese objeto final en el cual estrellar su amargura y su vergüenza, hasta morir con un mínimo de dignidad. Una ligera llovizna empezό a precipitarse desde lo alto.
Lola Montéz quiso apurar el paso, pero sus piernas no le permitían mayores esfuerzos. Los efectos de su vieja artritis minaban su resistencia y le impedían caminar con ligereza. Casi se sentía inútil. Desde el cielo empezό a caer una llovizna copiosa y helada, —Maldiciόn, ya sabía que llovería esta noche. — Se dijo. Así que tomό su viejo paraguas y lo abriό con soltura; era de las pocas cosas que aún se permitía hacer sin mayores esfuerzos. Empezό a cruzar la calle mientras abría su paraguas. Justo en ese instante saliό de la nada aquel automóvil endiablado y Lola Montéz quedό paralizada.
—¿Por qué tuviste que hacerlo, por qué. Que te faltό, que no te di, queeee? — Conducía su auto sin la menor conciencia de lo que hacía. Parecía un suicida dispuesto a morir en ese supremo instante. De pronto sucediό. Por una breve fracciόn de segundo tuvo escasa claridad. Aquella mujer apareció de ninguna parte. El golpe fue brutal. Juan Camilo Montéz se quedό allí, en su asiento. No tenía fuerzas ni voluntad. Sόlo quería morir.

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2 comentarios

  1. 1. Chiripa dice:

    Arístides, me dejaste espachurrada con tu relato.
    Me gustó tanto la forma como lo escribiste como el contenido y la manera como fuiste creando el suspenso hasta que, al final, cerraste con “broche de oro” poniendo al volante a JCM

    Escrito el 30 enero 2014 a las 15:28
  2. 2. Aurora dice:

    De nuevo un buen relato contado de maravilla. Conmovedor, y me encanta cómo has hilado los dos personajes desde antes de que se encuentren fatalmente. Enhorabuena.

    Escrito el 9 febrero 2014 a las 13:26

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