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Cita a ciegas - por Gregorio Fernández

Apuró el paso al escuchar las doce campanadas. Por Carretas se introdujo en la plaza Jacinto Benavente, donde echó la primera vista atrás. El rumor de la multitud, ebria de sidra, uvas y esa alegría efímera e hipócrita del año nuevo, aún seguía cerca. Continuó caminando y se perdió por las calles de un Madrid que comenzaba, cerca de la madrugada, una larga noche. Paró un taxi y se subió a él, aprovechando un semáforo en rojo.

Costó convencerla, pero finalmente consiguió el beneplácito de su madre para ausentarse de la tediosa cena de Nochevieja. Tediosa por el previsible y repetitivo tema de conversación que cada año ocupaba un puesto en la mesa entre mariscos, solomillos y salsas, pero que para abuelos, padres y tíos pasó a convertirse en el prozac con el que olvidar el imparable paso del tiempo. En su mente, ese ‘tuit’ privado que recibió una semana atrás y que no había conseguido olvidar. En menos de 140 caracteres, alguien la invitaba a celebrar el paso de diciembre a enero desde la Puerta del Sol. Una cita a ciegas en el lugar más concurrido del país, sin pistas, ni coordenadas. Aunque no entendía bien los motivos de la propuesta o las razones del ambicioso reto, no podía evitar reconocerse atraída por su misterioso encanto. Deseaba pisar aquellas arenas movedizas o, como decía su abuela, introducirse en ese enfangado berenjenal. No tengo nada que perder, se dijo al espejo, imaginando a ese romántico y atractivo príncipe azul que había dado con ella por internet y que no se atrevía a dar más datos sobre sí mismo por miedo al rechazo. Sin embargo, el mismo espejo le recordó con una simple mirada que en las novelas que había leído, y en todas aquellas películas dobladas al castellano, ese tipo de citas escondía un sádico violador dispuesto a perpetrar un maquiavélico asesinato. Cara o cruz, concluyó. Y por una vez escogió “cara”.

Recibió un email cuando ya se calzaba sus únicas bragas rojas y se disponía a hincarle el pie a la primera media. Era uno de esos avisos que Twitter envía cuando alguien te menciona o te escribe un mensaje privado. Lo firmaba el desconocido perfil anónimo, ‘@colorin14’.
—Viste algo de rojo para mí, cerca de la boca de metro.
Su primera reacción fue pensar que las bragas quizá no fuesen suficiente. Después, volvió a preocuparse y a recordar la moneda imaginaria que había designado el futuro. Vestida, abrigada y maquillada, y con un pañuelo rojo al cuello, se apresuró a pisar Sol antes de que la marabunta lo impidiese. Nada en los bolsillos, un billete en el pecho izquierdo y una llave en el zapato.

Cuatro horas antes del 1 de enero la plaza ya colgaba el cartel de aforo completo. Volvió a recolocarse el pañuelo cuando su cuerpo se adentraba en la marea. Casi una hora después, tras conseguir avanzar entre la multitud impaciente, alcanzó la boca de metro. Suponía que su citador anónimo esperaría al carrillón para aparecer con doce uvas en cada mano, sonreír en los cuartos y ofrecerle un besazo infinito tras la última campanada; por lo que acomodó su mente para una larga espera. No habrían pasado ni 15 minutos, cuando dos chicas jóvenes, casi de su misma edad, se abrieron paso entre los cuerpos vestidas de rojo. Una de ellas, completamente. Cruzaron sus miradas y se le acercaron con aires de superioridad. A ti también te la han jugado ¿no?, señaló la que vestía de rojo de pies a cabeza. No hizo falta evocar un “¿Cómo?” o un más educado “¿Perdona?” para entenderlo todo.

Se aproximaba la medianoche y no paraba el flujo de chicas, con edades cercanas a la suya, vestidas de rojo o con algún complemento rojizo. Ninguna de ellas se conocía. Descubrir ese dato le llevó a envidiar la astucia del bromista y a odiarlo un poco más. También se odió a sí misma por la ingenuidad con la que había actuado aquella noche. Una hora antes del desenlace prefirió huir de la escena.

Cuando llegó a casa el mismo portátil abierto cinco horas atrás le avisaba de la entrada de un nuevo email: twitter, con otro mensaje. Esta vez sólo incluía una foto. La de catorce chicas, de rojo, cruzadas de brazos y con caras de rabia. La fotografía es cojonuda, concluyó. Y un segundo después, de vergüenza, se puso colorada.

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