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Al sonar de las manecillas. - por Sweethazelnut.

Apuró el paso al escuchar las doce campanadas, el sonido de las manecillas de cada reloj retumbaba en su corazón, justo como lo habían hecho siempre. Sus pies se hundían en la nieve y un nuevo paso significaba un nuevo tropezón. Al sentir las miradas sobre él, apretó más el paquete que traía cargando contra su pecho y acomodó su gorro de cuadros escoceses que no podía ser de nadie más.
Un agudo rechinido se escuchó anunciando su llegada a la casa, esa puerta llevaba meses haciendo ese horrible sonido, pero no había tenido tiempo. Caminó, titiritando todavía, junto a su pared llena de relojes, unos muy grandes y otros pequeños, pero ninguno escapaba de ser una obra de arte. Se sentó en su sillón favorito, el único que acogía su cansado cuerpo después de haber estado trabajando todo el día en el taller. Sus negras pupilas se deslizaron por su última creación: un reloj cucú que poseía unos petirrojos hermosos que tenían los picos pintados de dorado.
Aún sostenía el paquete con sus brazos; estaba a punto de abrirlo, pero cambió de opinión rápidamente y lo dejó a un lado. Junto al sillón sobre el que estaba sentado yacía un pequeño marco de plata, en el retrato, había un niño sonriente y pecoso, una delicada y elegante dama, y el relojero mismo. Sus tristes ojos se posaron ahora sobre la fotografía. Los había perdido, a todos.
Ahí estaba, un año después de la tragedia. Dejó a un lado el retrato y se levantó. Tenía un plan. Paso a paso avanzó por entre su extraña casa repleta de relojes, todos sonaban al mismo tiempo haciendo retumbar todo a su alrededor. Subió las escaleras con semblante entristecido, su mirada gacha barría los pasillos y contemplaba los relatos. ¡Qué pena que hubiera más relojes que retratos!
Sollozó al tiempo que llegó a la torre de su casa. Un enorme reloj al estilo Big Ben estaba instalado ahí, era precisamente el que anunciaba el tiempo a todo el pueblo.
Las tibias lágrimas se sentían contrastadas por la fría ventisca que lo golpeó al entrar al reloj. Engranes y cuerdas. Pero había una que él buscaba en especial: El péndulo. Uno… dos…. Se escuchaba muy fuerte la enorme manecilla del reloj, pero no tan fuerte como su corazón cuando tomó el péndulo y lo enrolló alrededor de su cuello. Tomó aire muy profundo, y cuando más fuerte sentía el terrible impulso de lanzarse, notó algo extraño. Una persona se acercaba a su puerta con algo entre sus manos, se desató lo más rápido que pudo la cadena y bajó a toda velocidad ante su puerta.
Uno… dos… volvían a sonar más fuerte las manecillas.
El rechinido de la puerta se escuchó nuevamente. Se acercó y admiró una carta. Volteó a los lados y ya no había nadie. Sintió el escalofrío que lo impulsaba a abrirlo, y a pesar de que en el fondo se negaba, la abrió y la leyó.
Sus ojos se detuvieron perplejos, atontados por la impactante noticia. Miró al frente, junto al faro del pueblo, y ahí estaba el flacucho niño de cinco años del que se hablaba en la carta, esperando a su madre, sin sospechar que ella ya se había ido para siempre, ¿cómo alguien podía abandonar a su propio hijo en año nuevo?
Sin dudar lo trajo a casa, lo alimentó, le dio ropa seca y nueva, y trató, lo mejor que pudo, de convencerlo de que aquella era su nuevo hogar. — ¿Qué hay en ese paquete? —Preguntó el niño curioso y fue ahí cuando el hombre sonrió.
Sí, aquel paquete contenía todas las cartas que su hijo y su esposa le habían estado enviando desde Nueva Zelanda. Aquellas que jamás fue a recoger a la oficina postal. Ese intento de deshacerse de sí mismo en la torre era una sombra de aquello. Pero cómo saber que el hombre que jugaba con el tiempo y que vivía para el tiempo, jamás hallaría tiempo para los suyos.
Se sentó junto al niño y lo miró con aire paterno. No volvería a cometer el mismo error. Abrazó al pequeño, su nuevo hijo, no podía ser de nadie más. Rompió en llanto y el pequeño preguntó a que se debía. — No te fijes. —Contestó el hombre sollozando. —Es sólo que por fin se detuvieron las manecillas del reloj.

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