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HABÍA UNA VEZ - por Brillo De Luna

HABÍA UNA VEZ

Apuré el paso al escuchar las doce campanadas, no me dejarían otra vez plantado, no, ya no.
Se me va, permiso por favor, déjenme pasar, mis palabras parecían no ser escuchadas; debía guardar la formalidad y saludar a tantos Condes, Marqueses y Baronesas se me cruzaban en el camino. Por primera vez una idea de mi padre me parecía acertada y estaba a punto de írseme de las manos…
Corrí tan rápido como pude, pero ella ya no estaba, se había marchado; y, para añadir a mi colección de souvenirs que conmemora mi fracaso con las mujeres, me dejó un zapato de cristal.
Jamás entendí porqué lo hacen, ni un “hasta pronto”, o “no eres mi tipo”, por lo menos; lo cierto es que siempre he tenido mala suerte con las damas. Desde que fui adolescente y tuve la cara llena de granos —porque a la gente como yo también nos sale granos—, empezó mi historial de rechazado.
Mi padre siempre ha mostrado cierta desesperación porque su apellido trascienda, así que se dio a la tarea de buscar a la candidata idónea para desposarme. Con ninguna se concretó nada serio, todas me encontraron un “pero” y me dejaron algún recuerdo: un brazalete de jade, una tiara de rubíes, una pañoleta de lino, un pendiente de oro rosado, hasta un corsé —bueno, esa es otra historia.
Lo cierto es que aquella dama de profundos ojos azules, vio algo en mí; yo lo sentí. Tal vez huyó abrumada por lo sublime del sentimiento que acababa de experimentar o deslumbrada al imaginarse rodeada de tanta majestuosidad y esplendor. No sabía cuáles fueron sus motivos, pero pronto lo iba a averiguar.
A mi padre le pareció una locura ir a buscar a la muchacha casa por casa, teniendo como referencia únicamente un zapato.
—¿Acaso no te das cuenta que más de la mitad de las mujeres de por aquí, calza del número seis? —dijo exaltado—, sería más fácil que te organicemos otro baile y así podrías encontrar a cualquier otra señorita.
Yo sabía perfectamente que esa tarea sería como buscar una aguja en un pajar, pero también sabía que estaba harto de las miradas inquisitorias de los familiares y la servidumbre sospechando alguna inclinación afectiva por el otro género; si al fin de cuentas siempre me habían visto solo y sin ninguna presencia femenina que me acompañara.
Los hombres bajo mi mando, se tardaron casi un mes en encontrar a la joven del zapatito extravagante, pero esa tarde me la traerían de vuelta y le dejaría en claro mis sentimientos. Yo estaba nervioso, mandé a traer con mi lacayo una porción de mi manjar favorito. Lo he comido desde que tengo memoria, ya sea que me sienta nervioso, emocionado o entristecido por algo; simplemente ha sido mi aliciente.
—Sus anchoas Señor—, dijo Fidencio con reverencia.
Me las comí de prisa, estaba nervioso. Fidencio me observaba de reojo; luego de un largo rato de silencio y tomando en cuenta de que él me había acompañado desde que yo era un niño, me atreví a preguntarle que cuál creía él que podría ser la razón de mi infortunio con las mujeres.
—Mmmm, con todo respeto Señor, creo que son las anchoas. A decir verdad, después de comerlas, no le dejan un buen aliento.
¡Y hasta ahora me lo decía! Toda la vida las comí y nunca me percaté de que mi halitosis ahuyentó a cada una de mis candidatas. Pude haber sacado a Fidencio por la ventana de mi aposento, pero las canas en sus sienes no me lo permitieron. Yo estaba desesperado, la comitiva con la hermosa doncella llegaría en cualquier momento. Caminé de un lado a otro y sentí que sólo un plato de aquel maldito manjar podría calmarme del todo.
—Señor, si me permite unas palabras —dijo mi lacayo tímidamente—, yo personalmente me he encargado de averiguar todo acerca de aquella muchacha, y según sé, no posee olfato; varios años expuesta a cenizas y hollín, la han dejado con esa condición.
Sentí como mis ojos se abrían asombrados, fue como si me volvía el alma al cuerpo y, bueno, lo que siguió se podría asemejar a un cuento de hadas…

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