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La horma de su zapato - por Juan

Francisco ató la mula a una de las anillas ancladas en la pared y penetró en el casino del pueblo. Sentado alrededor de una mesa, en compañía de tres amigotes, jugando a las cartas, vio a Rodrigo, que debía estar contando algo picante porque los otros tres se reían maliciosamente. Francisco se fue derecho a la mesa y abordó al hijo de su amo:
―Buenos días, Rodrigo. Quiero hablar contigo de un asunto importante.
Los cuatro compadres quedaron sorprendidos al ver llegar a Francisco tan decidido, interrumpiendo su partida. Rodrigo se puso serio inmediatamente. Los otros continuaron sus risas y chanzas.
―¡Hombre, Francisco, cuánto bueno por aquí! ― le contestó Rodrigo ―Siéntate un rato y tómate unos chatos con nosotros, venga, hombre.
―Se agradece la invitación, pero tengo prisa. Quiero volver al cortijo antes que se haga de noche.
―Sí, sobre todo porque no es bueno que dejes a tu mujer sola tanto tiempo. Te la podrían raptar, ― dijo uno de ellos.
―O violar, dijo otro.
―A lo mejor la violadora es ella, ―remató el tercero.
Francisco se irguió, desafiante, con las piernas algo separadas y las manos en las caderas:
― ¿Alguno de vosotros quiere decirme algo sobre mi mujer?
Ninguno de aquellos “valientes” osó decir palabra alguna. Por su parte Rodrigo, mirando al gañán de su padre, le dijo:
―Espérame fuera que ahora mismo salgo.
Con cara de funeral, sacó un billete que tiró sobre la mesa, apuró su vaso de vino y abandonó el local.
Cuando salió a la calle, Francisco le dijo:
―Coge tu caballo que vamos a dar un paseo.
―Pero, ¿se puede saber qué te traes entre manos?
―Te lo diré cuando lleguemos al sitio, ¿es que me tienes miedo? -Dijo Francisco empinándose todo lo que pudo para minimizar la considerable diferencia de estatura entre los dos.
― ¿Miedo yo a ti? ¡Habrase visto el medio hombre éste, si no tienes ni media torta!
―Las bravatas para cuando llegue el momento.
A lomos de sus monturas llegaron a la sierra. Francisco le dijo a Rodrigo que se apeara.
Los dos hombres quedaron frente a frente. Dijo Rodrigo:
― ¿Me dirás ahora lo que quieres de mí?
―Demasiado sabes lo que quiero. Prepárate a defenderte por que te voy a matar.
Convencido de que el gañan de su padre venía dispuesto a quitarle la vida, Rodrigo aprovechó su experiencia en semejantes situaciones queriendo poner nervioso a su retador:
― ¿Ya te ha contado la golfa de tu mujer lo que hacemos en tu cama mientras tú aras mis tierras? ― Los “tus”, dichos con más fuerza que las demás palabras, sonaron como escopetazos en los oídos de Francisco.― Me ha dicho que no das la talla, y que no solo tienes pequeño el cuerpo…
―Di lo que quieras porque vas a morir.
El ofendido marido, muy pálido, sacó de entre la faja su navaja, grande, de ancha hoja y aguzada punta, y se enfrentó a su oponente que también había sacado la suya, de parecidas características.
Sin mediar más palabras, los dos se atacaron con saña, embistiéndose violentamente. El gañán, más acostumbrado al uso de estevas, vertederas, hoces y azadas que a jugarse la vida con una navaja en la mano, pronto se dio cuenta que era cuestión de minutos que su rival, más avezado que él en el manejo de la filosa, lo liquidara. Se notaba que no era la primera vez que el señorito holgazán se veía precisado a quitarse de encima a más de un marido burlado a navajazo limpio.
Rodrigo atacaba cada vez con más ímpetu, viendo que su antagonista reculaba ante la avalancha de mandobles que le lanzaba. Ya lo había herido dos veces en la pierna derecha, y otra en pecho, cerca del corazón. El final del gañan se acercaba. Cuando lo tenía acorralado entre unas rocas dispuesto a darle la estocada final, a Francisco se le ocurrió una estratagema desesperada: bajó la guardia dejando de defenderse como si ya estuviera desfallecido y no pudiera continuar. Rodrigo, confiado, se lanzó de lleno con un navajazo directo al corazón, pero al mismo tiempo descuidando su guardia. Francisco se hizo a un lado y la navaja le pasó rozando el hombro izquierdo, mientras dirigía su arma contra el estómago de Rodrigo, cogiéndolo desprevenido y hundiendo la faca hasta las mismas cachas.
Cayó el señorito a tierra entre ansias de agonía y bocanadas de sangre. Después le vinieron unos violentos espasmos, haciendo temblar todo su cuerpo como su tuviera mucho frío, y a los pocos minutos murió desangrado.

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