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Sudor y Metal - por Daniel Santos Oliván

El olor a metralla y sangre se filtraba por los conductos de ventilación. El soldado de infantería Drako Oxon no sabía de qué estaban hechos esos bichos inmundos pero el olor que desprendían cuando eran destripados era lo más desagradable que había olido nunca. Los de tecnología les habían asegurado que el olor no pasaría los nuevos filtros de sus exoesqueletos pero ahí estaba él, controlando esa enorme mole de metal y cables obsoleta que era la única forma que tenían de luchar contra esos monstruos de cuatro metros, mientras trataba de aguantar el hedor.

Tampoco sabía exactamente el porqué ni el cuando se había originado esa guerra que era mucho más vieja que él mismo y que estaba convencido que aún haría retumbar todo el sector galáctico cuando las moléculas que hoy le daban forma estuvieran repartidas por varios mundos. Le daba igual, él cumplía órdenes y su pelotón tenía unas muy especiales: entretener a los bichos durante toda la noche mientras que otra unidad ejecutaba una contraofensiva no sabía muy bien donde. El plan había sido marcado como alto secreto y a él no podía importarle menos. Aún recordaba el discurso de su sargento poco antes de entrar en batalla. Honor y muerte, la suya o la de sus enemigos, lo mismo daba. Estaba seguro de que moriría ahí mismo como lo había tenido claro en todas y cada una de sus batallas. Vivía para ese momento.

Él tenía una manera muy particular de encarar una la batalla, una vez enfocaba a su enemigo no era capaz de ver nada más. Sus compañeros, el planeta o incluso la guerra desaparecían de la existencia. Esta vez no era diferente. Visualizó a su contrincante. No sabía diferenciar entre dos bichos si se los ponían uno al lado de otro pero siempre reconocía a su enemigo. La diferencia de tamaño entre su exoesqueleto y el bicho no le intimidaba, él pensaba que le daba un acceso estratégico al tronco de su adversario. Desde su niñez había creído que los ingenieros lo habían pensando así a propósito aunque seguramente el hacerlos de ese tamaño tenía que ver más con ahorrar costes de producción que otra cosa.

Su adversario también le había visto, bien, pensó él. Le gustaban las escaramuzas uno a uno. El bicho arremetió fuertemente con su garra pero el brazo de su exoesqueleto resistió el golpe. Las zarpas de estos indeseables podían alcanzar fuerzas bestiales y no era la primera que su brazo se rompía por ello. Seguro que él bicho también lo sabía y quería aprovecharse de ello. Podría haber matado a muchos humanos en su vida pero él no era cualquier soldado. Aprovechó la postura de su enemigo para contraatacar y el bicho recibió un importante golpe en su costado, era un principio pero sabía que necesitaría varios más de esos para acabar con él. Le pareció ver un gesto de dolor en el rostro pero él sabía que era imposible ya que según sus científicos ellos no tenían músculos en la cara con los que cambiar su expresión. Lo mismo daba, ese impacto le había dado unas preciosas décimas de segundo que podía utilizar para cargar su cañón y eliminar a ese engendro de una vez por todas. Activó el mando, apuntó y vio como el bicho se abalanzaba hacia él inútilmente, habría volado en pedazos antes de llegar al humano.

Un leve sonido salió de su cañón anunciando que algo no iba bien. Un mensaje de error aparecía en su interfaz de control mientas el bicho habría su exoesqueleto. Su agudo chillido le reventó los tímpanos mientras su olor repugnante saturaba sus pulmones. La visión de su cara impasible y su imponente envergadura que triplicaba fácilmente la suya le hizo comprender y reafirmar el odio profundo que sentía por esas alimañas. En el momento exacto en que la garra del bicho desgarraba sus entrañas, el mundo volvió, solo por un instante, mientras sintió a todos sus camaradas que luchaban desesperadamente por mantener su posición en aquella roca tan alejada de casa. Supo entonces que todo había acabado para él pero no pudo evitar una sonrisa producida por la confianza absoluta de que sus correligionarios alcanzarían la victoria.

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